julio 10, 2012

Discurso de Fidel Castro en el aniversario de la caída de Frank País (1959)

DISCURSO EN LA CONMEMORACION DEL ANIVERSARIO DE LA CAIDA DE FRANK PAIS, EFECTUADA EN EL INSTITUTO DE LA SEGUNDA ENSEÑANZA, SANTIAGO DE CUBA
Fidel Castro
[30 de Julio de 1959]

― Versión taquigráfica de las oficinas del Primer Ministro ―

Señoras madres de los mártires de nuestra Revolución, que quiere decir madres de nuestra Revolución;
Santiagueros:
Quiso el Gobierno Revolucionario instituir el día de hoy como el Día de los Mártires de la Revolución Cubana, es decir, en recuerdo de todos los caídos.  Y escogió esta fecha del 30 de julio, porque ha sido este mes y ha sido especialmente este día como un día símbolo de los sacrificios que hizo nuestro pueblo por conquistar su libertad.
Pensamos que más que una concentración era preferible efectuar una velada conmemorativa; más que un acto de magnitud, que una concentración multitudinaria, un acto en recinto cerrado, porque este día de hoy es sobre todo un día de meditación para nosotros.
Es cierto que nos hemos encontrado con el inconveniente de que el pueblo, en número extraordinario, ha acudido a esta velada como, lógicamente, merece el recuerdo de los cubanos que cayeron por darnos la libertad.  Pero no fue posible que todos pudiesen entrar en este recinto, y miles y miles de ellos están fuera del edificio, impacientes, porque también querían estar presentes en  este acto. Ello se debe sencillamente a que no hay recinto suficientemente grande para albergar la gratitud de nuestro pueblo por los hombres que cayeron.
Es este el primer aniversario que conmemoramos después del triunfo de la Revolución.  Pero ya lo sabemos para el año próximo escoger algún sitio donde no se quede un solo santiaguero sin asistir al acto.  Que nos excusen.  Y si no tenemos ese lugar, lo construimos, porque bien que se merecen nuestros mártires un recinto donde conmemorar todos los años el 30 de julio.  Que se nos excuse, porque solo queríamos hacer un acto de recogimiento, puesto que entendemos que el día de hoy es un día para meditar.  ¡El día de hoy es el más sagrado de todos los días del año, porque es el día para recordar a los hombres que cayeron!  
Por eso, más que nada vale el recuerdo, más que nada vale el pensamiento.  Porque nuestro pueblo y todos nosotros, todos los revolucionarios, todos los combatientes revolucionarios, en un día como el de hoy están en el deber de pararse a meditar, a meditar en los éxitos, sí; pero a meditar también en los errores si es necesario ; a meditar en lo que hemos adelantado, pero a meditar también en lo que hemos dejado de adelantar; a meditar en lo que se ha superado moralmente nuestro pueblo; y a meditar también en aquellas cosas en que todavía nosotros no nos hemos superado enteramente .
Muchas veces a lo largo de nuestras vidas hemos tenido ocasión de celebrar actos patrióticos, muchas veces hemos conmemorado el aniversario de los hombres que han caído luchando por un gran ideal patriótico.  Pero es esta la primera vez en que una conmemoración luctuosa como esta cobra para nosotros su sentido más hondo.  Porque no venimos a hablar de los hombres que escribieron páginas en la historia de la patria, pero a los cuales conocimos solamente a través de su historia, a través de los libros, a través de las narraciones y anécdotas de nuestras luchas emancipadoras y nuestras gestas revolucionarias.
Sin embargo, en esta ocasión no venimos a hablar de hombres de los cuales nos cuenta la historia. No venimos a hablar de un pasado remoto. Venimos a hablar de un pasado tan reciente que es presente.  Venimos a hablar no de la historia que pasó, sino de la historia que estamos viviendo, porque el pueblo de Cuba está viviendo y está haciendo esta historia.  No está aprendiendo historia en los libros, sino está haciendo historia, porque estos tiempos son muy semejantes a aquellos tiempos pasados que estudiamos en la escuela y que hoy estamos estudiando en la realidad de la vida nacional.
No estamos hablando de héroes ni de mártires que vivieron hace una centuria. Estamos recordando a compañeros que convivieron con nosotros, que con nosotros se albergaron en las mismas casas, que con nosotros se sentaron a la misma mesa, que con nosotros se montaron en la misma nave, que con nosotros recorrieron los mismos caminos y subieron las mismas montañas, y lucharon en los mismos combates y soñaron en los mismos ideales.  Estamos hablando de compañeros que la ciudad conoció, que ustedes conocieron, que ustedes —sobre todo los santiagueros— conocieron por sus hechos, que los vieron caminar por sus calles, que fueron compañeros de las aulas, amigos de los hijos de las familias santiagueras, huéspedes de las casas de las familias santiagueras, hombres que regaron con su sangre las calles de esta ciudad, porque fue esta ciudad la que dio una cuota mayor de mártires o la que vio sacrificarse un número mayor de hombres .
Aquí, en estas calles de Santiago de Cuba, cayeron los primeros combatientes revolucionarios.  En estas calles de Santiago de Cuba se perpetraron los primeros actos de salvaje represión contra los revolucionarios y contra la población civil.  En este cementerio de Santiago de Cuba y en los alrededores de Santiago de Cuba, fueron sepultados los hombres que constituyeron la primera legión de mártires combatiendo contra la tiranía.
Por eso es lógico que el 30 de julio se venga a conmemorar a Santiago de Cuba y que los 30 de julio se conmemoren principalmente en Santiago de Cuba, porque el Día de los Mártires es también el día de la ciudad mártir de Cuba; de la ciudad que a lo largo de la historia, desde la lucha por la independencia, ha demostrado la más extraordinaria dote de patriotismo, la ciudad entusiasta, la ciudad que ha estado a la cabeza, junto con las demás ciudades de la provincia.  Porque es justo que hablemos también de la provincia, porque esta provincia ha estado a la cabeza del patriotismo, esta provincia ha estado a la cabeza del civismo y esta provincia ha estado siempre a la cabeza del sacrificio.
Ahí, en ese cementerio glorioso de Santiago de Cuba, yacen los restos de nuestro apóstol Martí, con los restos de los revolucionarios de todas las generaciones que en número tan elevado se han sacrificado por la patria.
Por eso, porque los mártires que estamos recordando fueron nuestros compañeros, es que el 30 de julio tiene que ser un día de meditación.
En otras fechas pasadas, cuando se conmemoraba un día como este, el primer sentimiento que nos invadía el pecho era la idea de que los ideales por los cuales habían caído aquellos hombres no se habían cumplido en nuestra patria, que los mártires de nuestras revoluciones habían sido más de una vez traicionados, que los sacrificios, si bien no habían sido en vano —porque no hay sacrificio en vano, no hay muerte gloriosa en vano—, no habían rendido sin embargo los mejores frutos para nuestra patria.
El dolor más grande que nos invadía en cada conmemoración cuando recordábamos a aquellos gloriosos combatientes de las generaciones que nos precedieron, era que las prédicas de nuestro apóstol, que los ideales de nuestros heroicos mambises, que los sueños de Maceo, de Calixto García, de Ignacio Agramonte, de Máximo Gómez, que los sueños de Guiteras, que los sueños de toda aquella pléyade de estudiantes que cayeron en las luchas contra Machado, que los ideales de todas aquellas generaciones no se habían cumplido.  Porque no podía ser ideal de aquellos hombres la república que había nacido en nuestra patria; no podía ser ideal de nuestros hombres la corrupción y la politiquería que caracterizó los tiempos pasados ; no podía ser ideal de aquellos hombres la tiranía que para dolor y vergüenza de Cuba durante siete años asoló nuestra patria, urdida y forjada por los mismos hombres que la habían saqueado y tiranizado durante 11 años anteriores, y que en total hicieron 18 años de odiosa e insoportable tiranía, sangrienta, sacrílega y filibustera, que saqueó, que empobreció, que arruinó a nuestro pueblo y, lo que es peor aún, vistió de negro a miles de madres cubanas y cubrió de vergüenza a un pueblo noble como el nuestro, a un pueblo bueno como el nuestro, a un pueblo valiente y cívico como el nuestro.  Porque solo un pueblo noble, valiente y cívico habría sido capaz de deshacerse, y no solo de deshacerse, sino de hacer trizas la tiranía sangrienta  que, con un ejército poderoso, con toda una organización de esbirros y criminales, mantenía en la opresión a ese pueblo que estaba desarmado.
Pero no podía ser ese el sueño de nuestros mártires; no podía ser ese el sueño de las decenas de miles de mambises que cayeron, ni de los 300 000 cubanos que murieron cuando la reconcentración de Weyler.
Aquellos sacrificios, aquellos esfuerzos, aquellas tristezas y aquellas tragedias pasadas, no pudieron ser solamente para que a la vuelta de 50 años un grupo de hombres desalmados, un grupo de hombres mercenarios y ensoberbecidos se apoderaran, como se apoderaron en una madrugada, del gobierno del país, sencillamente para llevar adelante la más inconcebible tarea de crimen, de robo, de explotación y de saqueo que pudo concebirse jamás en esta isla nuestra .
Parecía que aquellas historias de campesinos asesinados, aquellas historias de hombres torturados, aquellas historias de actos vandálicos no volverían jamás a tener realidad en nuestra patria.  Parecía que era cosa de odios pasados, parecía que era consecuencia del egoísmo de una metrópoli, cuyos soldados no sentían hacia nosotros o no tenían por qué sentir hacia nosotros la menor consideración humana.  Parecía que aquello no volvería a repetirse, y, sin embargo, por alguna razón o por muchas razones, lejos de la república “con todos y para el bien de todos”, donde la ley primera fuese el respeto a la dignidad plena del hombre; aquella república, república enteramente libre y soberana, república justa, república para la justicia y para la libertad, aquella república nunca fue realidad.
Por alguna razón caímos en lo que caímos;  por alguna razón vivimos lo que acabamos de vivir:  por alguna razón aquellos sacrificios no habían rendido los mejores frutos, y esa razón fue —si se quiere, entre otras, una de las principales— el olvido a los muertos, la traición a los muertos.  Porque después de tantos hombres que dieron su vida, después de los sacrificios que en reiteradas ocasiones hizo la nación cubana, solo el olvido a los muertos podía hacer posible que los gobernantes desde el poder saquearan la riqueza del país, que los gobernantes desde el poder asesinaran a los mejores hijos del país, que los hombres de uniformes empleasen las armas no para defender al país, sino para oprimirlo y someterlo a condiciones de explotación a los grandes intereses nacionales y extranjeros.
Solo el olvido a los muertos podía traer esas consecuencias, entre otras razones; porque si se hubiese guardado un verdadero respeto a los muertos de nuestras luchas emancipadoras y revolucionarias, si se les hubiese sabido rendir tributo —no de palabra, porque basta ya de tributos teóricos, basta ya de recuerdos hipócritas de palabras —, si nuestro pueblo y nuestros hombres públicos hubiesen sabido tener presente toda la historia pasada de nuestra patria, nadie se habría atrevido —o al menos nuestro pueblo jamás lo habría permitido— a hacer las cosas que hicieron, perpetrar las fechorías que perpetraron, tolerar los vicios que toleraron y que condujeron nuestro país a la tragedia de la que acabamos de salir, y que para que no se repita está el pueblo de Cuba en pie de lucha, a fin de que ni vuelva nunca más, ni nunca más derive o degenere nuestra república hacia etapas semejantes.
Por eso —repito— es día de meditación, porque aquí tenemos que venir todos los años a recordar a los muertos de la Revolución; pero tiene que ser como un examen de la conciencia y de la conducta de cada uno de nosotros, tiene que ser como un recuento de lo que se ha hecho, porque la antorcha moral, la llama de pureza que encendió nuestra Revolución, hay que mantenerla viva, hay que mantenerla limpia, hay que mantenerla encendida, puesto que no podemos permitir que se vuelva a apagar jamás la llama de las virtudes morales de nuestro pueblo .
Hay que venir aquí todos los años a avivar y a atizar esa llama moral.  Hay que venir todos los años a hablar claro. Hay que venir todos los años a reprochar cualquier desviación revolucionaria.  Hay que venir todos los años a reprochar cualquier adormecimiento del espíritu revolucionario no solo en el pueblo sino de todos los hombres que estén al frente de la Revolución. Porque si algo no queremos —y bueno es decirlo aquí, en este primer aniversario de la muerte de Frank País y de Daniel, símbolo de toda la generación que se sacrificó—, bueno es decir aquí que lo que no queremos es que nadie pueda decir el día de mañana que nuestro pueblo se ha olvidado de sus muertos, que los sobrevivientes de esta lucha se han olvidado de sus compañeros caídos.  Lo que no queremos que se repita nunca más, lo que no queremos siquiera pensar, lo que no podemos siquiera imaginar, es que estos compañeros, que con tanta veneración, que con tanto cariño, que con tan profundo respeto y que con tan puro sentimiento de lealtad venimos a recordar aquí, sean alguna vez olvidados.
Lo que no queremos es que el consuelo único que tienen estas madres, que el consuelo único que tienen esas mujeres vestidas de luto, cuyos hijos cayeron, cuyos hijos no podrán recibir jamás el beso de ellas en la frente; lo que no queremos es que ese consuelo —ese único consuelo posible ante dolores tan terribles—:  el consuelo de que no cayeron en vano, el consuelo de que si cayeron fue para bien de sus compatriotas, de que si cayeron fue para que otras miles de madres no tuvieran que vestir también de negro, para que un pueblo no tuviese que vivir de rodillas, para que una nación se sintiera orgullosa y digna , no es posible que ni mañana ni nunca pueda faltar a esas madres ese único consuelo.
Por eso tendremos que venir aquí, y aquí vendremos todos los años, porque mantendremos limpia nuestra conducta para tener derecho a venir aquí a hablar en esta tribuna.  Los que sean verdaderos revolucionarios, los que se sientan verdaderos revolucionarios —y los verdaderos revolucionarios no son los revolucionarios de un día, de una hora o de un año o de varios años; los verdaderos revolucionarios son aquellos que no mancillan jamás su vida, los verdaderos revolucionarios son los que no cambian, los verdaderos revolucionarios son los que no dejan de ser jamás revolucionarios —, los verdaderos revolucionarios vendremos aquí por dos razones:  porque nos mantendremos limpios y porque la Revolución estará vigente en nuestra patria, porque aunque otros hombres nos tengan que sustituir oportunamente, puesto que esta no es tarea de un grupo sino tarea de muchos, la Revolución estará vigente en nuestra patria.  Si no podemos venir aquí será porque hayamos muerto defendiéndola, pero no será porque puedan venir a arrebatarle el poder a la Revolución mientras quede en pie un solo revolucionario verdadero.  Y hablo de revolucionario verdadero, porque esos son los que en definitiva cuentan.  Hablo de revolucionarios verdaderos, porque esos son los que están en las horas del triunfo y en las horas del sacrificio, porque están cuando el camino es fácil, pero están mejor todavía cuando el camino es difícil, porque lo mismo actúan y lo mismo dicen presente en la hora de la victoria que en la hora de forjar la victoria.
Por eso recuerdo siempre con tanta veneración a los primeros caídos de la Revolución y a todos los caídos de la Revolución.  Por eso, porque fueron los que iniciaron la lucha; porque fueron los que cuando nadie tenía fe ellos la tenían; porque fueron los que no se resignaron a creer que nuestro pueblo tenía que cruzarse de brazos, impotente, frente a la tiranía; porque fueron los hombres que, en las horas aquellas en que la esperanza no era sino como una débil llama, cuando parecía muy lejana y muy remota la hora del triunfo, no vacilaron.
Revolucionarios no son todos los que dicen ser revolucionarios; porque revolucionarios son, en primer lugar, los que no andan sacando su hoja de servicios , porque, ¿quiénes más revolucionarios que los compañeros que cayeron en la lucha?  ¿Y cuándo, después del triunfo, hemos visto a uno de nuestros mártires presentar su hoja de servicios?  Porque la hoja de servicios de los que cayeron es precisamente la libertad de que está disfrutando nuestra patria, es la hoja eterna de servicios de los que lo dieron todo para no recibir nada, sino lo único que aspiraban:  ¡la felicidad de su patria! 
Realmente son muchos los revolucionarios aparecidos después del Primero de Enero.  Y no es que fueran pocos, no es que fueran pocos los hombres y las mujeres que lucharon.  Pero lo que sí es cierto es que todos sabemos de incontables casos, de familias, de hombres y de mujeres que ayudaron, y después del triunfo guardaron un modesto silencio , permanecieron en sus casas, porque entendían que cumplían con un deber y que a nadie más que a sus propias conciencias tenían que rendir cuenta de su conducta.
Esos son los verdaderos patriotas, los que tienen el pudor de no andar exhibiendo y de no andar proclamando los servicios que prestaron, porque se puso de moda —¡como siempre!— la presencia de los falsos revolucionarios; de los que en la hora del triunfo se presentan con la misma prontitud con que se esconden debajo de la cama si de nuevo se presenta la hora difícil; de los que sabemos que no se puede contar con ellos si el camino se hace difícil y duro, si la Revolución tiene que afrontar momentos de sacrificio y de lucha, porque son los que tienen la misma habilidad para penetrar en los edificios públicos y en las solemnidades, como la tienen para desaparecerse cuando hay que ofrecer la vida, cuando hay que decir presente.  Porque, desde luego, no eran tantos el 10 de marzo.
Y cuando hablo así no hablo de la masa del pueblo, porque lo más abnegado, lo más sacrificado y lo más puro es la masa del pueblo; porque es el que espontáneamente, desinteresadamente y por puro idealismo, respalda la Revolución , hace acto de presencia en todas las conmemoraciones, en todas las concentraciones, en todas las peregrinaciones y que no pide nada, porque no concibe la patria o la Revolución como un instrumento de cuestiones personales o de satisfacciones personales, sino que concibe la patria y concibe la Revolución como algo superior, algo que nos satisface por lo que significa de bienestar para todos, de beneficios para todos, de gloria y de dignidad para la nación y para el pueblo cubano .
Asco dan, repugnancia producen aquellos individuos que creen que tantos miles de jóvenes cayeron, que tanto sacrificio se hizo solamente para que ellos trepen, para que ellos perciban beneficios de tipo personal; porque los que tal piensan no hacen sino insultar a nuestros muertos, ultrajar el honor de nuestro pueblo y venir aquí a hacer el ridículo papel de imaginarse que una lucha que ha encendido tantas virtudes, un sacrificio que ha despertado tantas ilusiones, se puede venir aquí a prostituir y se puede venir aquí a tratar de inculcar de nuevo los vicios que, si no erradicados del todo, no pararemos hasta que no los hayamos erradicado del seno de nuestra patria .
Bueno es decir que no hay que hablar solo de los falsos revolucionarios. Hay que hablar también de los revolucionarios que creen que la lucha se acabó ya, de los revolucionarios que se creen que el primero de enero ya pasó el sacrificio;  de los que se piensan que un pueblo puede alcanzar tranquilamente sus anhelos de libertad y de justicia, de los que creen que la justicia se puede implantar impunemente en medio de tan poderosos intereses nacionales y extranjeros como son los que se oponen al progreso de nuestra patria.
Hay los revolucionarios que de tal manera piensan y aflojan sus resortes morales y aflojan su sentido del deber.  Porque está equivocado el que crea que nos van a dejar llevar adelante nuestra Revolución sin tratar de destruírnosla, sin tratar de perturbárnosla, sin tratar de crearnos todo género de dificultades, tanto económicas, como políticas, como de orden público, como de disciplina social.  Están equivocados los que creen que aquellos que perdieron aquí sus privilegios, aquellos que perdieron sus cuentas de bancos porque no pudieron llevarse la valija, aquellos que perdieron sus fincas mal habidas, aquellos que perdieron sus negocios, aquellos que perdieron sus edificios, aquellos que perdieron su señorío, aquellos que perdieron su facultad de ser dueños de vidas y haciendas, se van a resignar tranquilamente.
Los que crean que no se van a asociar con los grandes intereses extranjeros perjudicados por nuestra Revolución, los que crean que no se van a asociar con las tiranías que son enemigas de nuestra Revolución, los que crean que no van a tratar de forjar una cadena de intereses poderosos para tratar de crearnos obstáculos de toda índole, los que tal crean, no tienen noción de lo que es una revolución. Podrán ser revolucionarios bien intencionados, pero mal entendidos; revolucionarios con buena fe, pero con poco pensamiento revolucionario.  Porque lo primero que un revolucionario verdadero, que un hombre con conciencia revolucionaria piensa, cuando se propone o es parte o es miembro o es partícipe de un proceso revolucionario, es que los procesos revolucionarios lesionan intereses poderosos y que esos intereses no se resignan a perdonar la Revolución.
Si aquí se hubiese tratado de un simple cambio de hombres, de un simple cambio de mando; si todo lo hubiésemos dejado como estaba, si no nos hubiésemos empeñado en llevar adelante una obra reformadora, una obra tendente a superar todos los males de nuestra república y a superar todas las injusticias de nuestra república...  Porque esta Revolución solo tiene razón de ser en la injusticia y en la opresión, porque sin injusticia y sin opresión, si no fuese cierto que nuestro pueblo vivía en la más humillante y en la más inmerecida de las situaciones, el pueblo —que es consciente, que actúa con un instinto fino, con un sentido claro de sus intereses— no se habría sumado a una revolución, no habría dado tantos hijos a esa lucha y no habría sido posible destruir ese consorcio poderoso de fuerzas e intereses, de propaganda, que mantenía a la dictadura en el poder.  Hubo Revolución porque había injusticias que reparar y porque, como dijo Maceo con una extraordinaria agudeza y visión, “la Revolución estará en marcha mientras quede una injusticia sin reparar”.
Las revoluciones no son una invención humana, las revoluciones no son consecuencia del capricho de los hombres.  Los pueblos no se mueven detrás del capricho ni de las ambiciones de nadie.
Los pueblos solo se mueven en pos de grandes aspiraciones de justicia.  Y si nuestro pueblo se ha movido entero, y se ha movido en una proporción tan elevada como no contó con ella ninguna revolución en el mundo, eso no prueba sino que había muchas injusticias que reparar en nuestra patria, que la nación estaba inconforme, que estaba inconforme con la tiranía, que estaba inconforme con todo lo que venía de atrás; y tenía que estar inconforme, porque ni siquiera habíamos logrado la independencia. Era una independencia teórica, porque la república se conducía dócilmente, porque nuestros gobernantes eran gobernantes dóciles a los grandes intereses, que son intereses contrarios a los intereses sagrados de nuestro pueblo, y los gobernantes iban al poder sin otra preocupación que estar ahí seguros el tiempo señalado por la ley o el tiempo que aspiraban a permanecer en el poder.  Los gobernantes no se preocupaban por el pueblo, los gobernantes no se preocupaban por hacer justicia.  Unos lo hicieron más mal, otros lo hicieron menos mal, otros lo hicieron pésimo, porque no solo fueron malos gobiernos sino que fueron sanguinarios y fueron crueles.
Pero, en definitiva, la nación estaba inconforme.  Todo hombre en la calle, lo mismo un humilde conductor de automóviles que hasta un limpiabotas, hablaba sobre las cuestiones públicas, explicaba su inconformidad, hablaba de los males, hablaba de las injusticias y decía lo que había que hacer.  Porque todos nosotros muchas veces, miles de veces tal vez, oímos decir que aquí lo que hacía falta era un gobierno que fuese capaz de acabar con todas las malversaciones, con todas las prebendas, con todos los negocios turbios, con todos los abusos, con todas las injusticias.
Miles de veces hemos oído del pueblo manifestaciones, en miles de personas distintas, pero todas con aquella sinceridad, todas con aquella madurez de quienes consideran que la república, la nación, debía ser una cosa distinta de la que era.  Porque a pesar de que los pueblos pueden acostumbrarse a vivir en determinadas situaciones, nuestro pueblo no se resignó nunca, nuestros ciudadanos nunca acabaron de resignarse con la idea de por qué había niños descalzos pidiendo limosna por las calles, vestidos de harapos; por qué había enfermos que se morían; por qué no tenían recursos y nadie los ayudaba ni a bien morir; por qué ese cuadro de pobreza, ese cuadro de miseria, ese cuadro de dolor que teníamos, lo mismo en las calles de nuestras ciudades que en nuestros campos; por qué aquella entrega sistemática y permanente de los recursos de la nación a intereses extranjeros; por qué aquel saqueo sistemático y permanente del Tesoro Público, de los fondos de los ayuntamientos, de las provincias, de la Hacienda Pública, por funcionarios que no tenían la menor noción de lo que era su deber, de lo que era cumplir la ley, de lo que era tratar con respeto y consideración a la nación y a los ciudadanos; por qué aquello de que las grandes injusticias no eran castigadas nunca; por qué aquella impunidad con tanto mal; por qué aquel acontecer de la vida nacional que marchaba en contradicción con las más elementales ideas de la justicia y del bien.
Los hombres nacemos con una idea instintiva de lo que está bien y de lo que está mal.  Ese instinto puede ser mejorado o puede ser empeorado por el ambiente, pero todos nacemos con esa sensación de lo que es la justicia, porque es que es un sentimiento instintivo del hombre y todos lo veíamos marchar en contradicción con lo que para nosotros era elemental con la idea de la justicia.
Así se explica esta Revolución, que no fue obra del capricho de nadie, sino obra de la realidad.  Porque la Revolución no se puede inventar, no se da ni se produce si no hay condiciones, porque si no que vengan ahora a hacer revolución en el pueblo, que está satisfecho; que vengan ahora a levantar al pueblo para luchar contra la Revolución, a ver si encuentran a alguien, como no sea a los botelleros y a los criminales de guerra , como no encuentren a aquellos intereses afectados, como no encuentren a aquellos egoístas que no tienen más patria ni más sentimientos que sus intereses personales.  ¡Que vengan ahora! Porque la revolución solo puede hacerse sobre una base de injusticia, cuando hay injusticia. Si no, no se pueden hacer revoluciones, porque nadie tiene poderes para engañar a ningún pueblo ni hacer sugerencias contra la pasión de los pueblos.
¡Los pueblos jamás se sublevan contra el bien y contra la justicia!
Eso es para indicar que nuestra Revolución fue una necesidad, pero que hay revolucionarios que no comprendieron o no comprenden que esto no es un premio que como por azar se obtiene.  Que las conquistas de los pueblos son conquistas siempre de sacrificios, porque sin sacrificios hubiéramos podido tener un golpe de Estado que lo dejara todo como estaba, un golpe de Estado sin recuperación de bienes, un golpe de Estado sin fusilamiento de los criminales de guerra, un golpe de Estado sin reforma agraria, un golpe de Estado sin leyes revolucionarias.  Pero sin sacrificios no se hubiera logrado este triunfo, y sin sacrificios no llegaremos al final de la meta.
Y hay esa segunda clase de revolucionarios que se olvidan: primero el revolucionario falso, después el revolucionario equivocado, y hay el tercero: el revolucionario que degenera.  Porque si contra algo debemos estar alerta es contra la degeneración del revolucionario, del espíritu revolucionario y de la moral revolucionaria.
Y esto, ¿por qué es cierto? Porque hay revolucionarios que se acomodan, porque hay revolucionarios que degeneran, y tanto el pueblo como los combatientes revolucionarios deben estar siempre muy alerta contra el revolucionario que degenera.
¿Quiénes son los que tienen más posibilidades de degenerar?  Pues por lo general aquellos que menos se sacrificaron en la lucha.  Porque los que de verdad concibieron esto como un gran sueño, los que de verdad hicieron grandes sacrificios, los que quieren la Revolución con toda su alma, los que no viven más que para la Revolución, los que tienen la idea de que la Revolución está mil veces por encima de los intereses de cada uno de nosotros, esos son los que la quieren, porque se sacrificaron por ella.
Con esto de la Revolución ocurre como con la anécdota bíblica de aquellas dos madres que fueron ante el Rey Salomón discutiendo de quién era aquel hijo. Y ante la proposición de dividirlo en dos partes, la mala, la falsa madre, estuvo de acuerdo. Pero la verdadera madre dijo:  “¡No, que se lo lleve ella, porque no quiero que maten a mi hijo!”  
Es decir que los hombres que sienten esta Revolución porque es fruto de sus sueños, porque es fruto de sus sacrificios, la quieren por encima de todo: prefieren su personal sacrificio, prefieren incluso su alejamiento personal antes de hacerle daño a la Revolución.  Son los que no se prestan a hacerle el juego al extranjero, son los que no se prestan a hacerles el juego a las calumnias y a las intrigas de los enemigos de la Revolución.  ¡Son los hombres firmes, los que no atienden a cantos de sirenas ni entienden de intrigas ni los pueden confundir, porque saben lo que es la Revolución!  Porque saben que es toda espíritu de libertad, porque saben que es toda pureza, porque saben que es toda dignidad humana y justicia para nuestro pueblo y justicia para nuestros ciudadanos.
Ya asombra las campañas que se hacen fuera contra nuestra Revolución.  Es increíble, parece absurdo cómo nos tratan de pintar. Abre usted un periódico extranjero, y lee: “Torturado un niño.”  Tranquilamente se lo publican. Abre un periódico extranjero, de esos que defienden los intereses reaccionarios, similares a los intereses que nosotros estamos combatiendo aquí, y lo que lee son fábulas tales que nos asombramos, porque estamos tan lejos de imaginar que nos traten de pintar con tan tétricos colores que nos asombramos.
Pero bueno es que aprendamos que a nuestro pueblo, por el delito de querer ser libre; a nuestro pueblo, por el delito de querer progresar; a nuestro pueblo, por el delito de querer vivir de las riquezas de su isla —porque esta es nuestra isla:  aquí nacimos, aquí vivimos y de los recursos de esta isla tenemos que vivir —; a nuestro pueblo, por el delito de querer vivir de su esfuerzo, sin pretender quitarles nada a otros pueblos, sin pretender quitarle a nadie nada y reclamar, sí, lo que nos pertenece, nos quieren pintar con los colores más tétricos.
Bueno es que sepamos que ese es el precio que tenemos que pagar.  Bueno es que sepamos que teníamos que escoger entre la vergüenza del pasado, la humillación del pasado, el dolor y la tristeza del pasado, pero sin enemigos externos, y la gloria de hoy, la honradez de hoy, el orgullo de hoy y la alegría de hoy .
Pero con calumniadores que nos detractan, con enemigos que tratan de pintarnos con los peores rasgos, con enemigos que en su impúdica campaña llegan hasta poner en duda que la Revolución cuenta con el respaldo del pueblo, y luego leemos en un periódico extranjero de alguno que dice “que no cabe duda de que la Revolución tiene el respaldo del pueblo”.  Pero eso hay que decirlo.  Las verdades que son para nosotros tan evidentes que a nadie se le ocurriría dudarlas, en el extranjero parecen cosas absurdas, porque incurren en la contradicción de pintar con los peores caracteres a un gobierno que tiene el respaldo decidido y entusiasta del pueblo.  Pero no tienen manera de explicar cómo a un gobierno malo el pueblo lo respalda, porque se incurre en una tremenda contradicción, y los que invocando hipócritamente la palabra democracia quieren negar nuestra genuina y nuestra pura democracia, incurren en una tremenda contradicción si reconocen el tremendo respaldo que tiene nuestra Revolución.
Así no es de extrañar que se preparen conspiraciones, no es de extrañar que se preparen expediciones, no es de extrañar que se preparen maniobras, porque son capaces de cosechar y consumir y hasta creer en las mismas mentiras que han sembrado.  Son capaces de llegar a sugestionarse de veras con sus mentiras, y de veras pensar que la Revolución no tiene al pueblo.  ¡Fenómeno inexplicable que una revolución que tan rectamente marcha por el camino de la justicia en la lucha, defendiendo los intereses del país por encima de toda otra consideración, no tuviera al pueblo!  Y de ahí que no sea de extrañar o que se sugestionen o, lo que es peor todavía, que conscientemente quieran imponer un régimen de gobierno por la fuerza, como el que teníamos.  Quieran traernos otra vez a Cañizares aquí, a Chaviano aquí, a Pedraza aquí (EXCLAMACIONES DE: “¡No!”).  Quieran otra vez que no transcurra un día sin un cadáver en nuestras calles.
Y de ahí todas las maniobras, de ahí todas las campañas para ese criminal propósito, para ese absurdo propósito.  Y en las campañas de calumnias no solamente los hay de afuera, que los hay de adentro; porque esta propia mañana en un periódico aparecía un cintillo —pero un cintillo escandaloso— donde comunicaba la noticia de que apareció un muerto en la Plaza Cívica, “aparece un cadáver en la Plaza Cívica”.  “Era del cabo 'tal', que era de los elementos del gángster Masferrer.”
Desde luego que aparecía la noticia, y decía escuetamente esto en el cintillo:  “Aparece un cadáver”, como en aquellos cintillos de la época de la tiranía y como si se quisiera insinuar que nosotros fuéramos capaces de tender un cadáver en la plaza gloriosa donde se reunió un millón de campesinos y hombres del pueblo, como si nosotros fuésemos capaces de acudir a procedimientos semejantes.  Desde luego que nadie pensaría eso.  Pero sí es bastante mal intencionado aquel cintillo que trate de recordar en la mentalidad de nuestro pueblo los tiempos pasados, como si nosotros fuésemos capaces de perpetrar un hecho semejante.  Ni a los peores enemigos —a nadie absolutamente— sería capaz un revolucionario de ultimar, y el revolucionario que tal hiciera sabe que inexorablemente tiene que pasar por los tribunales revolucionarios.
En los primeros momentos hasta llegamos a pensar que era una maniobra de los enemigos de la Revolución para tratar de desacreditarnos.  Con posterioridad, puesto que la muerte era de producto natural y estaba enfermo ese perseguido de la justicia —que, por otro lado, no era ningún personaje importante, ni mucho menos—, lo más probable era que fuera una persona escondida en algún sitio que, al fallecer de muerte natural, no se atreviesen a afrontar los riesgos de llevarlo a enterrar, o lo dejaran allí, o fuera idea de sus cómplices, porque algún cómplice lo debía tener oculto.
Pero es lo cierto que ante un incidente de esa naturaleza, que es perfectamente fácil de probar ya, pues apareció aquel cintillo escandaloso como hacía tiempo que no se veían, como si la Revolución fuese capaz de cometer la estupidez, o mancillarse las manos, o tolerar que un hecho semejante se cometa.  Porque hechos semejantes jamás se cometerán en nuestra Revolución, y el que los cometa sabe que el peso de la ley caerá inexorablemente sobre él.
Quiero decir que tenemos que estar alerta, que hay que saber, que hay que conocer estas cosas.  Y hay revolucionarios que naturalmente tienden hacia el alejamiento de las virtudes revolucionarias, cuando la hora es—¡cuando la hora es!— de fortalecer las virtudes revolucionarias.
Ese tercer caso de revolucionarios es de los que producen verdadera pena, porque el primer deber, el principio número uno de un revolucionario es ser sacrificado.  El primer deber de un revolucionario es no olvidarse de los días duros de hambre y de esfuerzo físico o de riesgos en la lucha por el triunfo.  Porque lo mejor que el hombre pueda tener es su capacidad de sacrificio, porque el hombre sin capacidad de sacrificio de nada vale, porque de nada es capaz y para nada sirve.
Hay el revolucionario que degenera porque quiere acomodarse. Hay el revolucionario que tiende a mercantilizar su espíritu.  Hay el revolucionario que se pone a pensar en las cosas materiales.  Y la virtud esencial de un revolucionario debe ser la austeridad y su capacidad de sacrificio, para que siempre pueda servir a su causa.  Porque el hombre que se deja aflojar su entereza de carácter y sus virtudes morales, llegará a ser traidor, llegará a ser desertor, llegará a ser hasta ladrón, y llegará, cuando menos, a ser un indiferente y un prófugo de la Revolución, que se aparta porque se le apaga la llama del ideal .
Y al recordar los sacrificios de los hombres que cayeron; al recordar aquella vida nuestra en la cárcel, donde todo era dureza, donde nos faltaba todo; al recordar aquella vida nuestra en campaña; al recordar aquellas docenas y cientos de compañeros que con nosotros compartieron las noches de marcha, los días de lluvia y de frío, de hambre y de penurias, de lucha y de sacrificio, de combate contra enemigos incomparablemente superiores en número y en armas; cuando recuerdo a todos aquellos que yacen en los ríos y en las montañas de nuestra patria; cuando pienso en aquellos hombres a los que venimos a recordar aquí —porque ni siquiera tuvieron la satisfacción de ver el triunfo, porque ni siquiera tuvieron la satisfacción de ver coronada la obra—, no pienso sino que cada revolucionario y, sobre todo, cada soldado revolucionario debe tener eso presente por encima de todo.  Porque no es buen soldado el que anda pensando en la ropita limpia , no es buen soldado el que anda pensando en la comidita bien condimentada, no es buen soldado el que anda pensando en la camisa blanca, no es buen soldado el que anda aspirando a cargos y a grados, porque los grados desaparecieron aquí desde el momento en que aquí no hay generales ni coroneles , y que el grado más alto es el de Comandante, y todavía nos parece mucho, y existe no más que por una mínima necesidad de jerarquía militar.
No es revolucionario el que se olvida de su sentido en la guerra, el que se olvida de su espíritu en la guerra, y su mente se vuelve rutinaria, y su mente se vuelve copiar lo que había, y su mente se vuelve el reglamento de antes, la organización de antes, el estilo de antes y las costumbres de antes.
No es buen soldado el que permite que el cuerpo se le reblandezca y que la mente se le reblandezca y el ideal se le reblandezca.  Porque somos nosotros los que estamos en el deber de tratar de que tengan lo que necesiten, de tratar de que tengan buena comida si es posible, pero no debe ser el soldado el que ande hablando de la comida y el que ande hablando de la ropa , porque para soldados acomodados, prefiero a los guajiros con sus machetes ; para soldados que no estén prestos a mantener alta su bandera moral, su histórica resignación, su extraordinario espíritu de abnegación y de sacrificio que los hizo grandes; para soldados que por no tener estas cosas presentes tiendan un día a parecerse siquiera a los soldados de ayer, que fueron la causa del vicio, que fueron la causa de la tiranía, y que fueron los defensores del mal; para soldados que se corrompan, prefiero a los campesinos con sus machetes .
Bueno es decir, el día de la conmemoración de los mártires, que tenemos soldados por necesidad, no por placer; tenemos soldados por necesidad y no por afición.  Paga el pueblo a los soldados para tener hombres enteros ahí; paga el pueblo a sus soldados, los alimenta y los viste, para tener hombres cuyo premio fundamental sea la consideración y el cariño de sus conciudadanos, cuyo premio fundamental sea el respeto de la ciudadanía, la confianza de la ciudadanía, el amor de la ciudadanía.
Tenemos soldados porque la patria lo necesita para defender su soberanía y para defender su Revolución, si no, no tendríamos soldados.
Luego en memoria de los caídos, con el recuerdo puesto en aquellos magníficos soldados de los primeros días, que no le podían pedir refuerzo a nadie, que no le podían pedir auxilio a nadie, que no le podían pedir comida a nadie, que ganaron innumerables combates porque nunca se sintieron cansados, nunca fueron remisos a cumplir una orden, que muchas veces hasta después de 3 y 4 días sin comer caminaban 30 kilómetros de noche para interceptar una tropa en retirada; soldados del cumplimiento del deber en la clandestinidad, como Frank País ; soldados como Daniel, que murió un día como hoy hace un año, cuando nuestras fuerzas habían iniciado la contraofensiva, cuando el enemigo se retiraba y hacía un último esfuerzo por rescatar una tropa sitiada; un día como hoy, cuando Daniel junto con otro contingente de 300 hombres iba a combatir un refuerzo que llegaba contra esa tropa sitiada a que me refería, y al llegar al alto de una de aquellas montañas más abruptas, en horas de la madrugada, al saber que la tropa sitiada se había rendido, y habiéndosele ordenado a distintas fuerzas avanzar para cortar la retirada al refuerzo, aquellos hombres —entre ellos en una de las columnas el compañero Daniel, que no tuvo tiempo ni de atrincherarse porque apenas llegaba a la posición después de muchos días de luchar sin comer y la tropa casi descalza— se batieron contra el enemigo que ya se retiraba.  Hombres como aquellos, que hicieron posible la victoria, son los que necesitamos en la paz.  Hombres como aquellos, que murieron al amanecer, sin tiempo para dormir un minuto después de muchos días ni para alimentarse; hombres como aquellos, que eran pocos pero podían vencer a muchos, porque eran superiores por su abnegación y su espíritu de sacrificio, son los que necesitamos.
¡Muchos no, buenos sí!  ¡Acomodados no, abnegados sí!  , porque el combatiente revolucionario nunca debe pensar en el número.  El combatiente revolucionario debe combatir al enemigo, aunque lo dupliquen o lo tripliquen o sea treinta veces mayor.  Porque los primeros soldados de este ejército revolucionario fueron un día menos de 15 hombres, y por cada uno de ellos, ¡por cada uno de ellos!, la dictadura tenía 4 000 soldados; es decir, 4 000 hombres armados.  Así que el combatiente revolucionario no debe pensar jamás en el número de enemigos, sino en la calidad de los defensores de la patria y de la Revolución, porque el número no importa en absoluto, lo que importa es la calidad.
Y los mejores soldados fueron aquellos de la Guerra de Independencia, los mejores soldados fueron aquellos de las montañas; el mejor ejército fue aquel, el ejército espartano, cuyos hombres llevaban una vida austera, que tomaban un caldo negro, que pasaban frío, que vivían en condiciones duras.
Soldados de cuarteles no queremos.  Queremos soldados de marcha, queremos soldados de montañas, queremos soldados que se mojen, queremos soldados que marchen de noche, queremos soldados que lleven su olla arriba para cocinar por escuadra y no anden pensando en llevar calderas para cocinar por el batallón o por el regimiento; queremos soldados que no olviden sus días de campaña, sus tácticas de lucha; soldados que no se nos vuelvan mediocres con la vida de los cuarteles.  Porque a ese soldado de cuartel lo derrotamos totalmente, a ese ejército de cuartel lo destruimos totalmente.
No es un buen soldado rebelde, ni merece llamarse soldado rebelde —porque por algo hemos dejado el nombre de rebelde— el soldado que se acomode a los cuarteles olvidándose de la vida del verdadero soldado rebelde que fundó este ejército de la república .  No es buen soldado rebelde el que se atemorice de las marchas, el que se atemorice de las montañas, el que se atemorice del hambre, el que se atemorice de las noches de frío.  Porque cuando estábamos en las montañas no teníamos cuartel maestre al que pedirle que nos mandara zapaticos nuevos.  Cosíamos los zapatos hasta con alambre y seguíamos la marcha, porque nuestro deber era seguir la marcha, nuestro deber era seguir la lucha.
Soldados como esos —lo digo un día como hoy en que se conmemora la muerte de Frank País, de Daniel, de todos los que murieron en la clandestinidad y de todos los que murieron en las montañas — son los que queremos: soldados que no anden pensando en comodidades, y soldados que no anden pensando en pasear en las máquinas de servicio, y soldados que tengan muy presente que la Revolución jamás contemporizará ni con indisciplina, ni con corrupción, ni con desviación.
Soldados de la república son todos los cubanos, y a los soldados del Ejército Rebelde, a los combatientes revolucionarios —y me refiero a ellos porque los conocí más que a ninguno, me refiero a ellos porque conviví con ellos, porque fuimos fundadores de este ejército, porque les inculcamos el espíritu de sacrificio, porque les inculcamos la caballerosidad, porque les inculcamos el respeto al adversario, porque les inculcamos el sentido de la ley—, a ellos más que a nadie —porque ellos como nadie tienen la obligación de meditar un día como hoy—, a ellos les digo que la Revolución será inflexible con la austeridad de los militares revolucionarios, con la lealtad de los militares revolucionarios, con la disciplina de los militares revolucionarios y con la honradez de los militares revolucionarios.
Por tanto, todo jefe que consienta indisciplina es un mal jefe, todo jefe que tolere indisciplina es un mal jefe.  La rectitud y la disciplina, que no están reñidas con la confraternidad y el compañerismo revolucionarios, deben ser las normas del Ejército Rebelde y de las Fuerzas Armadas Revolucionarias.
Sobre todo puedo decir esto, porque no se nos pueden olvidar los primeros días en las montañas, no se nos pueden olvidar aquellos días en que venían 10 a sumarse y volvían 9 para sus casas; no se nos pueden olvidar aquellos días duros de verdad, cuando parecía que no había esperanza de triunfo, en que solo 1 de cada 10, en que solo 10 de cada 100, y, aun al final, no fueron más que 30 de cada 100 de los que fueron a la Escuela de Reclutas de las Minas del Frío los que no se marcharon.  Porque aun al final, cuando nuestros ejércitos marchaban victoriosos por los llanos de la provincia, de cada 100 se iban 70; de cada 100, 30 eran buenos.
Y como muchos vinieron después, como muchos vinieron después del triunfo, como hay más soldados de los que había en la guerra, es por lo que tenemos que preguntarnos si todos tienen las virtudes, es por lo que tenemos que preguntárnoslo, y es por lo que tenemos sobre todo que decirnos que el Ejército Rebelde, el ejército con que puede contar el pueblo, son, en primer lugar, los hombres probados; son, en segundo lugar, los 30 de cada 100 y los 10 de cada 100 que resisten las horas difíciles o muy difíciles; y el porcentaje de los otros 70 a quienes la idea de la patria que es hoy Cuba pueda haber inculcado a los espíritus el espíritu de sacrificio, el idealismo y la abnegación que no pudo inculcarles la presencia de tantos vicios y tantas comodidades como vimos en el pasado.
Por eso hoy es el día de hablar de estas cosas, para que ni la menor sombra de desviación ni el menor espíritu acomodaticio se apodere de los combatientes revolucionarios.
Y esto que digo para los soldados rebeldes, esto que digo para los militares revolucionarios, lo digo para todos los funcionarios administrativos de la nación. Porque también, desgraciadamente —¡desgraciadamente!—, hubo hombres que se olvidaron de los principios de nuestra Revolución, que se olvidaron de la moral de nuestra Revolución, que se olvidaron de los sacrificios de esta Revolución y confundieron un poco el triunfo con la politiquería, y confundieron un poco el triunfo con el reparto de posiciones entre parientes , y confundieron un poco el triunfo con el reparto de botines.  Son pocos los casos, pero nosotros pensamos que no debió existir ninguno.
Lo que digo para el combatiente rebelde vale para todos los empleados, porque así no deben actuar ni el combatiente rebelde ni los empleados de la administración pública, cuyo deber no es andar pensando en sueldos, cuyo deber no es andar pensando en política, cuyo deber es trabajar, trabajar 12, 18 y 20 horas si es necesario; trabajar por la Revolución, trabajar por el pueblo, porque no tolerará el Gobierno Revolucionario la menor desviación moral en los funcionarios administrativos.
¿Quiere esto decir que cuando alguien cometa una falta en el acto va a ser destituido?  ¡No!  No, porque es imposible en el vasto andamiaje de la administración pública, es imposible en el vasto trabajo que nos embarga a los dirigentes del Gobierno Revolucionario, que nosotros podamos funcionar como una maquinaria utópica; es decir, como una maquinaria perfecta:  a cada falta, castigo inmediato.
Hay muchos que luego se quejan con razón, como luego se quejan por incomprensión.  Hay muchos que luego se quejan con derecho y hay muchos que luego se quejan por pasión.  Y no es fácil discernir muchas veces hasta dónde es la razón y hasta dónde es la pasión, hasta dónde es el derecho y hasta dónde es el interés.
Nosotros no somos magos, nosotros no somos seres infalibles, nosotros no somos seres omniscientes, que podamos estar en todas partes, que podamos hacer las cosas a la perfección y en todas partes.  Adolecemos, sí, de muchos inconvenientes.  Adolecemos, entre otras cosas, de las circunstancias de tener que asumir la responsabilidad del gobierno en un país convulsionado.  Los días primeros y los meses primeros de la Revolución:  las multitudes moviéndose en la calle, la imposibilidad apenas de trasladarse de un lugar a otro, las dificultades para visitar los distintos puntos, por eso de tener muchas veces que estar abriéndose paso con gran esfuerzo entre nuestros compatriotas.
Por eso en los primeros momentos hubo esas cosas: designaciones que no eran buenas, el arribismo, algún nepotismo, algunas deficiencias, porque nadie es capaz de poderlas superar, nadie puede tener ese control que se requiere para en momentos como esos evitar que se deslicen esos hechos.  Como también es cierto que habrá quien hizo más sacrificios, y, sin embargo, tiene menos grados que otros.  Eso se puede dar por distintas circunstancias: bien porque un jefe fue menos estricto al dar un ascenso en los distintos frentes, o bien porque hubo quien tuvo más habilidad, o bien porque es cuestión incluso que es imposible que los grados y los méritos se otorguen con absoluta equidad, porque nada humano es perfecto.
Pero eso no quiere decir que porque desgraciadamente haya uno con un poco menos de méritos en una posición militar o civil determinada, los demás todos crean que tienen derecho a que le den una igual, porque no se luchó por la patria para cargos, y el verdadero revolucionario es el que trabaja en el lugar que está.
Y así:  es imposible lo perfecto.  Quisiéramos lo perfecto, mas es imposible.  Podemos aspirar a lo más perfecto; pero sabemos que nunca lo más perfecto, lo que satisfaga a todos, se logrará.
Sabemos que es imposible la existencia de esa regla humana o de esos cerebros humanos que sean capaces de otorgar el mérito sin errores.  Pero sí creo que es posible en los hombres la abnegación, sí creo que es posible en los hombres la humildad, sí creo que es posible en los hombres el desinterés.  Y frente a las imperfecciones humanas inevitables, aquellas que se producen después de hacer el máximo esfuerzo porque no se produzcan, frente a la imperfección humana solo cabe la aspiración a la virtud humana.  Frente a las injusticias o a la falta de distribución equitativa del mérito solo cabe la idea del desinterés, de la modestia y de la abnegación de los hombres, que es el espíritu que tenemos que fomentar, son las virtudes que tenemos que fomentar en nuestro pueblo.
Por eso, un día como hoy, no venimos aquí a hacer elogios de nadie, no venimos a decir aquí que nos sentimos satisfechos con todo.  Nunca podremos sentirnos satisfechos, porque si es cierto que la perfección no se alcanza, ello quiere decir que siempre tendremos que estar luchando por ella.  Y los hombres que se sienten alguna vez satisfechos, esos hombres le estarán restando a la humanidad la energía con que contribuyen a su progreso.
Por eso los días como hoy venimos a hablar de los caídos, de los que lo dieron todo, de los que no recibieron otro premio que el premio a que aspiraban: a la felicidad de su pueblo, premio que todos tenemos hoy.
Un día como hoy venimos aquí a decir que estaremos siempre alerta contra el revolucionario falso, estaremos siempre exhortando al revolucionario equivocado, y estaremos siempre como un freno contra todo lo que implique desviación del deber en todo hombre que tenga funciones civiles o militares dentro del campo de la Revolución.
Un día como hoy no venimos sino a hablar bien de nuestros caídos y a recordar el deber a los que no cayeron.  A esta generación hay que pedirle el máximo.  Esta ha sido la generación más afortunada de nuestra historia.  Debe, por tanto, aspirar a ser la más preparada y la más virtuosa.
Esta generación ha tenido la suerte que no tuvieron nuestros mambises, porque nuestros mambises lucharon durante 30 años y ni siquiera los que sobrevivieron tuvieron la suerte de ver su bandera libre del proteccionismo deshonroso del extranjero.  Ni siquiera tuvo Calixto García la suerte de entrar con sus tropas victoriosas en la ciudad de Santiago de Cuba.  ¡Ni siquiera!  
¿Qué generación tuvo la fortuna de nuestra generación, que después de siete años de lucha —¡solamente siete años!— tiene el éxito de destruir totalmente al enemigo y de asumir el gobierno de la república, las sagradas funciones de gobernar la república?  ¡Adquiere un prestigio en todo el continente y en todo el mundo!  Y son hombres jóvenes, todos jóvenes, como posiblemente en ningún lugar del mundo ni en ninguna nación del mundo alcanzara cargos y funciones tan responsables ningún grupo de hombres jóvenes.
Luego si esta generación ha sido privilegiadamente afortunada, si esta generación ha logrado contemplar los primeros frutos del esfuerzo, que no los últimos frutos...  Porque hay que trabajar muy duro y hay que luchar tal vez muy duro, porque la lucha no se acabó todavía, porque los sacrificios no se acabaron todavía, porque no sabemos en qué momento tenemos que empuñar de nuevo el arma para volver a pelear y volver a morir.
Esta generación privilegiada tiene el deber inexorable de ser más virtuosa que ninguna, y, sobre todo, de ser virtuosa ahora; de ser virtuosa donde los hombres rara vez son virtuosos:  en el poder.  Que quiere decir hacer uso de él para cumplir el deber, hacer uso de él para poner a prueba todas las virtudes y fortalecerlas.
Esta generación que tuvo la fortuna de ver lo que no pudo ver ninguna generación anterior, no debe pensar, no debe olvidar que este triunfo de hoy, que estos primeros frutos se lograron solo con muchos sacrificios; que miles de compañeros cayeron en el camino, que cada uno de nosotros tiene un deber sagrado con esos hombres, con esos hermanos, de los cuales no nos habla la historia, sino que convivieron con nosotros, que se sentaron a la misma mesa y se albergaron en la misma casa.
Y que todo aquel que se aparte del camino del deber y del sacrificio, todo aquel que se acomode olvidándose de la austeridad y de la abnegación de aquellos hombres, todo aquel que se olvide de que esta generación no nació para el goce y el deleite del bienestar y de las delicias de la vida, sino que le tocó vivir, sí, muchos honores; sí, mucha gloria; sí, el privilegio de una nación joven, de una generación joven, que en un pueblo entusiasta como este tiene en sus manos un destino con un respaldo casi unánime de la ciudadanía, con una confianza ilimitada de la ciudadanía...
Si tuvo esa fortuna, si le ha tocado esas glorias, le tiene que tocar también el sacrificio.  Porque la gloria, la confianza de la ciudadanía, la simpatía de los pueblos de nuestro continente y del mundo, tienen que ir parejas con las virtudes que a una generación la hagan acreedora de ese reconocimiento, la hagan acreedora de esa simpatía.
Por lo tanto, si afortunada como ninguna ha sido nuestra generación, sacrificada y virtuosa como ninguna debe ser también, porque es el único modo en que no tendremos un día que bajar la cabeza ante la sola mención de los compañeros que cayeron. Es de la única forma en que podremos siempre seguir contando con nuestro pueblo, que mientras nos vea puros, mientras nos vea abnegados, mientras nos vea dispuestos a darlo todo por el bien, por la justicia y por la libertad estará junto a nosotros.
Es necesario que desterremos el espejismo de que todos los triunfos se han logrado, que desterremos la ilusión de que no tendremos que luchar mucho y sacrificarnos mucho para llevar adelante nuestra Revolución, porque a los pueblos no se les quiere perdonar nunca el delito de querer ser felices y de querer progresar.
Debemos todos estar conscientes de que nuestro pueblo tiene que luchar y tiene que luchar duro para seguir adelante. Y nuestra generación, nuestros combatientes militares, nuestros funcionarios civiles deben estar conscientes de que cada día más será necesario el esfuerzo y será necesario el sacrificio. ¡Porque esta Revolución tenemos que defenderla, porque esta patria tenemos que defenderla!, porque en ella no están solo el porvenir y la felicidad de nuestro pueblo; en ella están todas las esperanzas y todas las ilusiones de millones y millones de compatriotas.
Aquí, en nuestro suelo, están enterrados nuestros muertos.  Y hoy, que los que los asesinaron ya no están aquí; hoy, cuando los asesinos huyeron cobardemente; hoy, cuando esos mismos asesinos, aliados a todos los intereses, se preparan para volver a implantar aquí el terror, el luto y la humillación de ayer; hoy, cuando esos mismos asesinos se empeñan en movilizar cuantos enemigos sea posible para volver a implantar el terror sangriento que costó tantas vidas vencer, ¡hoy debemos decir y debemos proclamar y debemos jurar que esta tierra y esta Revolución las defenderemos hasta la última gota de sangre! Que esta tierra y esta Revolución no volverán a arrebatárnosla, porque aquí no solo están sembradas las esperanzas de nuestro pueblo.  Aquí, en esta tierra, en la entraña de esta tierra, están enterrados los restos de nuestros muertos. Y si les arrancaron a ellos la vida, y si el precio del triunfo fue las vidas que les arrancaron, las vidas podían arrancárselas, ¡pero las ideas y el ideal por el cual cayeron no podrán arrancarlos! ¡El recuerdo no podrán arrancarlo!  
Pudieron arrancarles la vida, ¡pero no podrán arrancarnos los huesos de nuestros muertos!    Porque los verdaderos revolucionarios —¡los verdaderos revolucionarios!—, los que fuimos sus compañeros en las montañas, los que fuimos sus compañeros en las casas, los que fuimos sus compañeros en la mesa, estamos prestos a ser también sus compañeros en las tumbas.
Muchas gracias.
FIDEL CASTRO RUZ

Fuente: http://www.cuba.cu/gobierno/discursos

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