octubre 18, 2009

"Discurso de la victoria" Winston Churchill (1945)

DISCURSO DE LA VICTORIA, PRONUNCIADO POR RADIO
Segunda Guerra Mundial
"Son los vencedores los que deben hurgarse el corazón en las horas de esplendor y ser dignos por su nobleza de las inmensas fuerzas que manejan"
Winston S, Churchill
[13 de Mayo de 1945]

El jueves último se cumplieron cinco años desde que Su Majestad el Rey me encomendó formar un gobierno nacional de todos los partidos que llevara adelante los asuntos del Estado. Cinco años es un período largo en la vida humana, sobre todo, cuando no hay exenciones por buena conducta. Sin embargo, este gobierno nacional fue apoyado por el Parlamento, por toda la nación británica en el país y por todos los combatientes en el exterior, y tuvo la indefectible cooperación de los Dominios a gran distancia del otro lado de los océanos y de nuestro Imperio en cada rincón del globo. Después de ocurridos varios episodios Se hizo evidente la semana última que hasta ahora las cosas habían salido muy bien y que el Commonwealth y el Imperio britá­nico están más unidos y son más poderosos que en cualquier otro momento de su larga y azarosa historia. Por, cierto estamos - y esto bien puede admitirlo, supongo, toda mente justiciera - en situación mucho mejor para afron­tar los problemas y peligros del futuro de lo que estábamos hace cinco años.
Durante un tiempo el primer enemigo, el poderoso 'enemigo, Alemania, arrolló casi toda Europa. A Francia, que soportó esfuerzo tan espantoso en la última guerra, la derribó por tierra y ella necesitó tiempo para reco­brarse. Los países bajos, que pelearon lo más que pudieron, quedaron subyu­gados. Noruega fue abrumada. La Italia de Mussolini nos apuñaló por la espalda cuando estábamos, según él creía, en las últimas boqueadas. Fuera de los nuestros - los nuestros digo, el Commonwealth y el Imperio británico- no nos acompaña absolutamente nadie.
En julio, agosto y septiembre de 1940, cuarenta o cincuenta escuadrillas de aviones británicos de caza en la batalla de Gran Bretaña le quebraron los dientes a la flota aérea alemana que los superaba en proporción de siete u ocho contra uno. Permítaseme repetir las palabras que utilicé en esa hora fatídica: “Nunca en la historia de las luchas humanas, han debido tantos, a tan pocos, tanta gratitud.” El nombre del mariscal en jefe del Aire, Lord Dowding quedará por siempre vinculado con este espléndido acontecimiento. Pero junto con la Real Fuerza Aérea, estaba la Real Armada, siempre pronta a hacer pedazos las barcazas reunidas desde los canales de Holanda y Bélgica, únicas en que podría haberse transportado un ejército invasor alemán. Nunca fui de los que creyeron que la invasión de Gran Bretaña, con el aparejo que tenia entonces el enemigo, fuera cosa muy fácil; de realizar. Con la llegada de las tormentas de otoño el peligro inmediato de invasión en 1940 se desvaneció.
Entonces empezó el Blitz, cuando Hitler dijo que iba a borrar del mapa las ciudades británicas. Este Blitz fue soportado sin una palabra de queja ni el menor signo de flaquear, mientras gran número de gente -honor a toda ella- probaba que “¡Londres aguanta!” y que también aguantaban los otros centros azotados. Pero el alba de 1941 reveló que aún estábamos en aprietos. La aviación hostil podía cruzar sobre los accesos a nuestra isla donde 46 millones de hombres necesitaban importar la mitad del pan y todos los materiales que requerían para la paz o la guerra. Esos aviones hostiles volaban sobre los accesos de Brest a Noruega y volvían en una sola etapa. Podían observar todos los movimientos de nuestra navegación entrando y saliendo del Clyde y del Mersey y dirigir contra los convoyes a los submarinos, cada vez más numerosos, con que el enemigo había sembrado el Atlántico: y los sucesores o sobrevivientes de esos submarinos se están concentrando ahora en puertos británicos.
La sensación del envolvimiento, que en cualquier instante podía conver­tirse en estrangulación, pesaba gravemente sobre nosotros. No nos quedaba sino la entrada del Noroeste, entre el Ulster y Escocia, por donde introducir todos los medios de vida y enviar las fuerzas a la guerra. Debido a la acción del gobierno de Dublín, tan desacorde con el humor e instinto de millares de irlandeses del sur que corrieron al frente para probar su valor proverbial las vías de acceso que tan fácilmente podrían haber protegido puertos y aeródromos de Irlanda del Sur, estaban cerradas por la acción de los aeroplanos y 'submarinos enemigos. Fue, en verdad, un mortal momento de nuestras vida, y de no haber sido por la fidelidad y amistad de Irlanda del Norte nos habrían obligado a luchar cuerpo a cuerpo o desaparecer para siempre de sobre la tierra. Sin embargo, con una serenidad y autodominio que, debo decirlo, pocos paralelos han de tener en la historia, el gobierno de su Majestad nunca le puso ni un dedo encima, aunque a veces habría sido muy fácil y natural, y dejamos que el gobierno de Dublín siguiera cam­biando florecillas con los representantes de Alemania y luego los japoneses, a gusto de su corazón.
Cuando me acuerdo de esos días, me acuerdo también de otros episodios y personajes. Recuerdo al teniente comandante Esmonde, condecorado con la Cruz de Victoria; al comandante de Lanceros, Kenneally, también V. C., al capitán Fegen, V. C. y a otros héroes irlandeses cuyos nombres me sería fácil recitar, y entonces confieso que todo encono de Gran Bretaña contra la raza irlandesa muere en mi pecho. Sólo ruego que, en años futuros que no he de ver, se olvide la vergüenza y perduren las glorias, y que los pueblos de las Islas Británicas así como del Commonwealth británico caminen juntos comprendiéndose y perdonándose recíprocamente.
Amigos míos: cuando volvamos el pensamiento a los accesos del Noro­este, no olvidaremos la devoción de nuestros marinos de buques mercantes y de los barreminas que salían noche a noche y tan rara vez se mencionaban en los titulares de los diarios. Ni olvidaremos el poder, el vasto, inventivo, adaptativo, omnipresente, y, al final, omnipotente poder de la Real Armada, con su nueva aliada, cada vez más poderosa, la aviación. Ellos mantuvieron abierta la línea vital. Pudimos respirar; pudimos vivir; pudimos golpear. Hubo que efectuar actos horribles: destrozar o capturar la flota francesa que, si hubiera pasado alguna vez íntegra a manos de Alemania, habría, junto con la flota italiana, permitido quizá a la de Alemania hacernos frente en alta mar. Lo hicimos. Tuvimos que mandarle al general Wavell, dando toda la vuelta al Cabo, en la hora más sombría, los tanques - prácticamente todos los que poseíamos en la isla - y esto nos permitió ya en noviembre de 1940 defender a Egipto contra la invasión y echarla para atrás con pérdida de un cuarto de millón de prisioneros y copiosa matanza de los ejércitos italianos a la cola de los cuales pensaba Mussolini hacer su entrada . El Presidente Roosevelt y, a decir verdad, todos los hombres pensantes de los Estados Unidos, sufrían gran ansiedad por lo que iba a ocurrirnos a principios de 1941. El Presidente sentía hasta lo más profundo de su ser que la destrucción de Gran Bretaña no sólo sería un hecho espantoso en sí sino que expondría también a mortal peligro las vastas y hasta entonces en gran parte inermes potencialidades y futuro destino de los Estados Unidos. Mucho temía que nos invadieran en esa primavera de 1941, y sin duda, con¬taba con asesoramiento militar tan bueno como cualquiera que exista en el mundo, por lo cual me envió a su adversario presidencial, el difunto Wendell Willkie, con una carta en que había escrito de su propia mano los famosos versos de Longfellow que cité los otros días en la Cámara de los Comunes.
Sin embargo, nos hallábamos ya bastante endurecidos durante los primeros meses de 1941 y nos sentíamos mucho mejor que en los meses que siguieron inmediatamente al derrumbe de Francia. Nuestro ejército de Dunkerque y las tropas de campaña en Gran Bretaña, fuertes de casi un millón de hombres, estaban casi todas equipadas o reequipadas, Habíamos trasladado por sobre el Atlántico un millón de fusiles y mil cañones de los Estados Unidos, con toda su munición, desde el mes de junio anterior. En nuestras fábricas de municiones, que se estaban haciendo muy poderosas, hombres y mujeres trabajaban al pie de la máquina hasta caer desvanecidos de fatiga. Casi un millón de hombres, que aumentó en su momento hasta un máximo de dos millones, formaban la Guardia Metropolitana, aunque seguían trabajando todo el día. Se hallaban armados por lo menos con fusiles, y también con el espíritu de “vencer o morir”.
Más tarde, en 1941, cuando aún estábamos solos, sacrificamos de mala gana y hasta cierto punto con mal consejo, nuestras conquistas del invierno en Cirenaica y Libia para defender a Grecia; y Grecia nunca olvidará cuánto dimos, aunque en vano, de lo poco que teníamos. Lo hicimos por el honor. Luego reprimimos el alzamiento del Irak, instigado por los alemanes. Defendimos a Palestina. Con ayuda de los indomables franceses libres del general de Gaulle despejamos a Siria y el Líbano de partidarios de Vichy y de aviadores e intrigantes alemanes. Y después, en junio de 1941, ocurrió otro formidable acontecimiento mundial.
Sin duda han notado ustedes al leer la historia británica - y de lo contrario espero que se tomarán el trabajo de leerla, porque solamente por el pasado puede uno juzgar el futuro y solamente al leer la historia de la nación británica, del Imperio británico, puede uno experimentar un bien fundado sentimiento de orgullo por habitar estas islas - habrán notado a veces, digo, leyendo la historia británica, cómo de tiempo en tiempo tuvimos que resistir solos, o ser la fuente de coaliciones contra un tirano o dictador continental, y que tuvimos que resistir por tiempo muy largo: contra la Armada española, contra el poder de Luis XIV, cuando encabezamos a Eu¬ropa durante casi veinticinco años bajo Guillermo III y Marlborough; y ciento cincuenta años a, cuando Nelson, Pitt y Wellington quebraron a Napoleón, no sin ayuda de los heroicos rusos de 1812. En todas esas guerras mundiales, nuestra isla encabezó a Europa o bien resistió sola.
Y cuando uno resiste solo por tiempo lo bastante largo, siempre llega el momento en que el tirano comete algún siniestro error que altera toda la balanza de la lucha. El 22 de junio de 1941 Hitler, amo, a su juicio, de toda Europa - qué digo: próximo a ser amo del mundo, según se imaginaba¬- se arrojó de cabeza, traicioneramente, sin aviso, sin haber sufrido la menor provocación, contra Rusia y se encontró cara a cara con el mariscal Stalin y los millones de hombres del pueblo ruso. Y al final del año el Japón asestó su golpe felón a los Estados Unidos en Pearl Harbour y al mismo tiempo nos atacó en Malaya y Singapur. A raíz de ello, Hitler y Mussolini le declararon la guerra a la República de los Estados Unidos.
Años han pasado desde entonces. A decir verdad, cada año de éstos casi me parece una década. Pero nunca, desde que los Estados Unidos entraron en la guerra, tuve la menor duda de que nos íbamos a salvar y que nos bastaba cumplir con nuestro deber para ganar la guerra. Hemos des¬empeñado el debido papel en todo este proceso por el cual se ha derribado a los malhechores - y confío en no estar diciendo palabras vanas o jactanciosas -; pero desde El Alamein, en octubre de 1942, pasando por la invasión del África del Norte, de Sicilia, de la península italiana con la toma de Roma, hasta hoy, hemos marchado muchas millas sin conocer nunca la derrota. Y después, el año pasado, después de dos años de paciente preparación y maravillosos inventos de guerra anfibia -anótenlo ustedes: a nuestros sabios no los gana ningún país del mundo, sobre todo cuando aplican el pensamiento a asuntos navales - el año último, el 6 de junio, tomamos un dedo del pie de la Francia ocupada, cuidadosamente elegido, y desde allí vertimos millones de hombres de esta isla y del otro lado del Atlántico, hasta que el Sena, el Soma y el Rin, todos, quedaron detrás de las puntas de lanza anglo-norteamericanas que avanzaban. Se liberó a Francia. Ella produjo un hermoso ejército de valientes para ayudar a su propia liberación. Alemania quedaba abierta.
Desde el otro lado, las grandes victorias militares del .pueblo ruso, que siempre retenía más tropas alemanas en su frente de lo que podíamos nosotros, rodaron avanzando para encontrarse con nosotros en el corazón y centro de Alemania. Al mismo tiempo en Italia, el ejército del mariscal Alexander, formado por tantas naciones en su mayor parte británicas o del Imperio británico, dio su golpe final y obligó a más de un millón de soldados enemigos a rendirse. Este Decimoquinto Grupo de Ejércitos, como lo llamamos, de británicos y norteamericanos, unidos en número casi igual, se halla ahora profundamente adentro de Austria, uniendo la mano derecha con los rusos y la izquierda con los ejércitos norteamericanos al mando del general Eisenhower, Ocurrió, como recordarán ustedes - pero los recuerdos duran poco- que en el espacio de tres días recibimos la no llorada noticia de la desaparición de Mussolini y Hitler, y en tres días también se les rindieron al mariscal Alexander y al mariscal Montgomery más de dos millones quinientos mil soldados de ese terriblemente guerrero ejército alemán.
Dejaré claramente sentado aquí que nunca vacilamos en reconocer la inmensa superioridad del poderío utilizado por los Estados Unidos para salvar a Francia y derrotar a Alemania. Por nuestra parte, británicos y canadienses hemos puesto allí alrededor de un tercio de los efectivos norteamericanos, pero asumiendo nuestra plena parte de la lucha, como lo muestra la escala de pérdidas. La armada británica ha sobrellevado la carga sin comparación más pesada en el Océano Atlántico, en los mares y en los convoyes del Ártico para Rusia, mientras la flota norteamericana tuvo que emplear su inmensa fuerza, sobre todo contra el Japón. Hicimos una justa división de tareas y tanto unos como otros podemos informar que la tarea está hecha o próxima a hacerse. Es justo y natural que ensalcemos las virtudes y gloriosos servicios de nuestros más famosos comandantes, Alexander y Montgomery, ninguno de los cuales fue vencido desde que empezaron juntos en El Alamein. Ambos condujeron en África, en Italia, en Normandía y en Alemania batallas de primera magnitud y de efectos decisivos. Al mismo tiempo, sabemos la gran deuda que tenemos con el mando armonizador y unificador del general Eisenhower y su alta dirección estratégica.
Este es el momento de rendir mi homenaje personal a los jefes de Estado Mayor británico con quienes he 'trabajado en la mayor intimidad durante todos estos años duros y tormentosos. Ha habido muy pocos cambios en este cuerpo pequeño, poderoso y capaz, de hombres que, sofocando todas las divergencias de las fuerzas armadas y juzgando los problemas de la guerra como un todo, han trabajado juntos en perfecta armonía entre sí con el mariscal Brooke, con el almirante Pound, a quien sucedió después de su muerte el almirante Cunningham, y con el mariscal del Aire Portal se formó un equipo que mereció el más alto honor en la dirección de toda la estrategia bélica británica y en sus relaciones con la de nuestros aliados.
Bien puede decirse que se condujo la estrategia de tal modo que se imprimieron las mejores combinaciones, el concierto más estrecho a las operaciones por obra del Estado Mayor Combinado de Gran Bretaña y los Es¬tados Unidos, a quienes, desde Teherán en adelante, se unieron los jefes rusos. Bien puede decirse que nunca las fuerzas de dos naciones han peleado lado a lado y mezclándose en los frentes de batalla con tanta unidad, cama¬radería y fraternidad como en los grandes ejércitos anglo-norteamericanos. Algunos dirán: “Bueno ¿qué otra cosa va a esperar uno de los países que hablan el mismo idioma, tienen las mismas leyes, han recorrido en común largo tramo de su historia y en gran parte miran del mismo modo la vida, con toda su esperanza y gloria? Es lo lógico que ocurra.” Y otros dirán: “Día de mal agüero para el mundo y para ellos dos ha de ser el día en que dejen de trabajar juntos y marchar juntos y navegar y volar juntos, cada vez que hay algo que hacer para bien de la libertad y del juego limpio sobre toda la superficie de la tierra. Esa es la gran esperanza del porvenir.”
Hubo un peligro final del cual nos salvó el derrumbe de Alemania. En Londres y en los condados del sudeste sufrimos durante un año varias formas de bombas voladoras - quizá algo oyeron ustedes de esto - y cohetes, y la aviación y baterías antiaéreas hicieron maravillas contra ellos. En particular la aviación, dirigida a tiempo contra lo que parecían indicios muy leves y dudosos, estorbó y demoró gravemente todos los preparativos alemanes. Pero sólo cuando nuestros ejércitos despejaron la costa y barrieron todos los puntos de lanzamiento; y cuando los norteamericanos capturaron vastos almacenamientos de cohetes de todas clases cerca de Leipzig que hace apenas unos días se añadieron a la información que teníamos; y cuando pudieron examinarse en detalle todos los preparativos que se hacían en las costas de Francia y Holanda, científicamente en detalle, sólo entonces supimos lo grande que había sido el peligro, no únicamente de los cohetes y bombas voladoras, sino también de la artillería múltiple y de largo alcance que se estaban preparando contra Londres. Apenas llegó a tiempo el ejército aliado para volar a la avispa en su celda. De otro modo, el otoño de 1944, para no decir nada del de 1945, podría haber visto a Londres tan destrozado como Berlín.
Para el mismo período los alemanes habían preparado una nueva flota submarina y una nueva táctica que, aunque al final las habríamos destruído , bien pudo llevar la guerra antisubmarina, hasta los límites máximos de 1942. Por lo tanto, regocijémonos y demos las gracias, no sólo de habernos preser¬vado cuando estábamos solos, sino de habernos librado a tiempo de nuevos sufrimientos y nuevos peligros que no es fácil medir.
Ojalá pudiera decirles esta noche que ya han concluido todos los males y fatigas. Entonces de veras terminaría dichoso estos cinco años de servicios, y si ustedes pensaran que ya me han usado bastante y hay que enviarme a pastar, les juro que lo tomaría con el mejor talante. Pero al contrario, he de prevenir como lo hice al empezar esta obra de cinco años - y nadie sabía entonces que iba a durar tanto - que aún quedan un montón de cosas que hacer y que deben estar preparados a realizar más esfuerzos de ánimo y cuerpo y más sacrificios a grandes causas si no quieren volver a caer en la marea de la inercia, la confusión de fines y “el anheloso miedo de ser grandes”. No debiliten en modo alguno su estado de ánimo alerta y vigilante. Aunque la alegría de los días de fiesta es necesaria al espíritu humano, ella debe aumentar y no disminuir la fuerza y resistencia con que cada hombre retorna al trabajo que le incumbe, y asimismo la atención y guardia que han de mantener sobre los asuntos públicos.
Aún tenemos que asegurarnos que en el continente de Europa se cumplan los simples y honrados propósitos con que entramos en la guerra; que no -los barran a un lado o dejen de tenerlos en cuenta en los meses que seguirán al éxito y que las palabras “libertad, democracia y liberación” no sean tergiversadas del verdadero significado en que las hemos entendido. De poco valdría castigar a los hiltleristas por sus crímenes, si no imperaran después la ley de la justicia y si gobiernos totalitarios o policiales hubieran de ocupar el sitio de los invasores alemanes. Nada buscamos para nosotros. Pero tenemos que asegurarnos de que las causas por las que luchamos son reconocidas, al llegar la paz, mediante los hechos y no sólo de palabra; y, sobre todo, debemos trabajar por que la Organización Mundial que están creando las Naciones Unidas en San Francisco no se convierta en nombre hueco ni sea escudo para los fuertes y escarnio para los débiles. Son los vencedores los que deben hurgarse el corazón en las horas de esplendor y ser dignos por su nobleza de las inmensas fuerzas que manejan.
No olvidemos nunca que más allá de todo acecha el Japón, hostigado y tambaleante, pero todavía pueblo de cien millones para cuyos guerreros la muerte encierra pocos terrores. No puedo decirles esta noche cuánto tiempo ni qué esfuerzos se necesitarán para obligar a los japoneses a pedir perdón de su odiosa traición y crueldad. Nosotros como China, tanto tiempo impávida, hemos sufrido horribles daños de ellos, y estamos ligados por los lazos de honor y la lealtad fraternal con los Estados Unidos a librar esa gran guerra en el otro extremo del mundo y a su lado sin cejar ni titubear.
Recordemos que Australia y Nueva Zelandia y Canadá estuvieron y están directamente amenazadas por esa potencia del mal. Vinieron a ayudarnos en nuestra hora sombría y no debemos dejar sin concluir ninguna tarea que concierna a su seguridad y su futuro. Les he dicho cosas duras al comenzar estos últimos cinco años; ustedes no se amilanaron y yo sería indigno de su confianza y generosidad si no siguiera clamando: ¡Adelante, sin vacilar, sin titubear, indomables, hasta que toda la tarea esté concluida y todo el mundo seguro y limpio!
WINSTON S. CHURCHILL

No hay comentarios:

Publicar un comentario