DISCURSOS PRONUNCIADO EN UN BANQUETE ORGANIZADO EN SU HONOR EN ALCIRA (VALENCIA)
"Sobre la Democracia"
Emilio Castelar [1]
"Sobre la Democracia"
Emilio Castelar [1]
[2 de Octubre de 1880]
Señores: Las grandes emociones apenas caben, por lo mucho que concentran el corazón y el entendimiento, en la humana palabra. El entusiasmo, la gratitud, los efectos mayores de la vida resuélvense todos al fin y al cabo en amor, los amores, aun los más legítimos, así como necesitan del misterio y guardan algo profundamente secreto, prefieren a todas las amplificaciones de la más exaltada elocuencia, la expresión sublime de un religioso y estático silencio. Si quisiera mostraros mi gratitud, necesitaría, de seguro, abrirme el pecho y sacar de sus senos el corazón vivo, a fin de que pudierais sentir en vuestras manos todos sus estremecimientos. No siendo esto posible, porque Dios ha puesto hasta dentro de nosotros mismos distancia infinita entre el sentimiento y su expresión, poneos en mi caso durante estos dos meses de viaje por vuestras hermosas regiones, después de haber tenido que luchar a sangre y fuego con mis propios correligionarios y haber apurado tantas calumnias como yo he apurado; poneos en mi caso y oíd los vítores que yo he oído y presenciad los recibimientos que yo he presenciado, y recorred las calles y plazas de populosas villas y ciudades o los silenciosos espacios de aldeas, humildes y campos cuasi desiertos, viendo que todas las frentes se inclinan, y todas las manos se juntan, y todos los labios vibran al encontrar a quien sólo personifica la desgracia; sentid todo esto y decidme luego si no agotaríais los Diccionarios del mundo antes de obtener palabras tan expresivas como una de esas lágrimas que ahora detengo en mis ojos, y que vuelven al océano del alma para endulzar sus amarguras y serenar sus tormentas. (Ruidosos aplausos y profunda sensación).
Brindemos, señores, por estas regiones bien hadadas; en mi sentir, las más hermosas del mundo; brindemos para que sus próxidos campos, los cuales evocan en su abundancia el paraíso llorado por la humanidad; para que sus inteligentísimos habitantes, los cuales contrastan cuantas faltas puedan atribuirles sus enemigos con una virtud verdaderamente excepcional, con la virtud del trabajo, encuentren a una los progresos materiales y morales indispensables, desde la seguridad hasta el cultivo y desde el cultivo hasta la ilustración, allá en los senos de esa segunda naturaleza de carácter moral, tan viva y tan fecunda como la naturaleza material; en el seno de la libertad. Señores, dígase lo que se quiera; desde mediados del siglo décimo-sexto en que la dirección política y científica del mundo pasó de los pueblos mediterráneos, de Italia, de Provenza, de Cataluña, de Valencia, de Andalucía, de todas nuestras regiones a otros pueblos; sí hemos ganado en leyes progresivas y en profundidad de pensar, en cambio hemos perdido aquellas instituciones proféticas, y aquel desinterés heroico, y aquellas aptitudes artísticas y aquel culto a la hermosura y al ideal que han dado sus mejores días a los anales de la historia y sus más espléndidos florones a la corona de la humanidad. Por eso, cuando yo veo que al pie del Olimpo surge nuevamente la antigua Grecia, la cual, muerta, hizo milagros como no los han hecho jamás vivas todas las otras naciones del mundo, la cual hizo el milagro del Renacimiento; cuando veo que la unidad se afianza en esa Italia, ayer esclava y dividida, hoy libre, patria escena de la religión y de la poesía; cuando veo la solidez de las instituciones republicanas en Francia, regocíjome porque veo en las lontananzas de lo porvenir, con las adivinaciones que da el largo estudio de la historia, brotar una confederación heleno-latina bajo estos cielos inundados de éther y sobre estas tierras compuestas de mármoles, confederación que a manera de la liga antifictiónica, de las ciudades itálicas, de vuestros municipios deslumbradores, engendre una democracia capaz de devolver a la tierra su antigua hermosura y de crear nuevas sociedades que, uniendo en su carácter sintético el amor natural a las tradiciones antiguas y el respeto de un pasado glorioso con el amor a la libertad, devuelvan a la inspiración todo cuanto le corresponde en nuestra misteriosa existencia, y despierten el consolador culto que en otro tiempo tuvimos a los ideales del arte. (Estrepitosos y prolongados aplausos).
Estáis colocados entre dos tierras de excepcional importancia; entre Cataluña, cuyas características son el trabajo y la política; y, Andalucía, cuyas características son el arte y la inspiración; sed su anillo de oro, uniendo sus cualidades distintas, y procurando compenetrarlas de las mismas ideas a fin de que realizen una hermandad intelectual y moral, principio de otras mayores hermandades futuras. (Ruidosos aplausos).
Brindemos por Alcira, por el respetable jefe de la democracia en Alcira, por las tres regiones mediterráneas, brindemos por Andalucía, por Cataluña y por Valencia. (Ruidosos aplausos, vivas, aclamaciones de adhesión).
Lo he asegurado antes, lo repito ahora, y nunca me cansaré de asegurarlos y repetirlo: indeleble gratitud quedará en mi alma por vuestros multiplicados obsequios, tan expresivos de hondo y espontáneo entusiasmo. Pero cometería una verdadera usurpación si los atribuyera en alguna suerte a mi persona y me ufanara personalmente con ellos; no los atribuye a la política que represento, y al empeño que he mostrado en fundar y extender una democracia verdadera, pero una democracia gubernamental, empeño del que no me apartarán la justicia, ni la calumnia, ni el odio, aunque dejaran de acompañarme en él vuestra decisión y vuestro entusiasmo. (Voces: Nunca, nunca). Dicen los buenos moralistas católicos que en la fragilidad de su existencia, el hombre debe proceder siempre como si estuviera en la víspera de su muerte; y digo yo que, en la fragilidad de nuestra política, deben proceder los partidos como si estuvieran todos los días en vísperas de ser gobierno. (Grande aprobación). Muy solo me he quedado, como estáis viendo (Risas), a consecuencia de estas declaraciones, aquí, donde escritores, artistas, políticos, diputados y hasta ministros sólo saben hacer la oposición, pero así como el valor del general está en pensar, cuando entra en un combate guerrero, que más allá de morir no puede pasarle riada, el valor del estadista debe consistir en pensar, cuando entra en una empresa política, que no puede pasarle riada más allá de quedarse solo (Risas y aplausos). Además, ¿es tan cierta esta soledad? Cuando comencé en las Cortes de la República deliberadamente a iniciar mi política, decíame cierto estadista leyéndome un horóscopo, que estaba destinado a ser, como un repúblico ilustre, senador vitalicio en una monarquía restaurada. La monarquía se ha restaurado y yo he ido a las Cortes de la restauración, no por mercedes ministeriales que jamás hubiera aceptado, sino por el voto de la ciudad más democrática de toda España, de la ciudad de Barcelona. Más imaginemos que la democracia entera desertara mi causa y dejase en abandono mi persona; pues yo sostendría la misma política; y si no en las Cortes, porque en tal caso no tendría electores, en la prensa nacional o extranjera, diría que la democracia no puede influir, que la democracia no puede prevalecer, que la democracia no puede gobernar, como no junte a los derechos naturales, al sufragio universal, a la libertad y sus organismos, al progreso y sus soberanos impulsos, al jurado, y sus prácticas, al espíritu moderno y sus instituciones, el contrapeso del orden o el respeto escrupuloso a todo cuanto hay de permanente en las sociedades humanas y de superior a la forma que revisten los Estados y a los aspectos que toma la política. (Vivísima adhesión).
Debo decirlo en verdad, porque tuve tan temprano entrada en la vida pública, que he podido contribuir a fundar la democracia en la oposición, a dirigirla en el Parlamento, a moderarla en el gobierno y rehacerla en la desgracia, nosotros, durante el primer período de nuestra propaganda, nos consagramos a fundar un partido de oposición, quizás impulsados del íntimo pensamiento, del cual apenas teníamos conciencia, impulsados del íntimo pensamiento de que estaba llamado a representar una antítesis y no una afirmación, la protesta más que el gobierno, el ideal más que la realidad. Así creamos y organizamos un partido grande, generoso, entusiasta, pronto a dar su oro y su sangre por las ideas; dogmático hasta la superstición; radical hasta la utopía; creyente hasta el martirio; tan numeroso que, en algunos días, rebosaba en los límites de nuestra patria, y tan entusiasta, que creía con una palabra remover las montañas; pero partido intransigente en su proceder, cuando solo a la conciliación y a la transigencia le están reservadas las victorias políticas; partido delirante por un número tal de ideas que no cabían en los días de este siglo, cuando sólo a la medida y a la serie le están reservadas las reformas; partido que sabía contender, que sabía morir, pero que no sabía gobernar; enamorado de una idealidad y, sediento de una gloria, que han de perderse por fuerza, en nación tan maltrecha como la nuestra, siempre que se llega a aplicar la vigorosa disciplina de la razón de Estado y a exigir a los conciudadanos los deberes, penosos que han de cumplir con las leyes, con la autoridad y con el gobierno. (Ruidosos y prolongados aplausos).
Así es que triunfamos y fuimos al poder, y como habíamos hecho de la oposición una necesidad, cuando no tuvimos contra quien esgrimir la oposición, la esgrimimos contra nosotros mismos; y espiramos cual esos seres efímeros que se evaporan con la gota de agua que los contiene; espiramos rápidamente, víctimas de una verdadera demencia. (Profunda sensación).
Yo evoco todos los días y a todas horas el año a los ojos de la democracia, para que aprenda en su recuerdo salubles y necesarios escarmiento. No puede decir que le costó entonces una revolución el poder. (Grandes aplausos). Por voto de las Cortes, y de Cortes monárquicas, le obtuvo pleno y completo, como jamás lo obtuviera ninguna fracción del partido liberal en España. (Muchas voces: Verdad, verdad). No puede decir que hubo resistencia ni contraste a sus aspiraciones; fuéronse primero del ministerio los radicales; nos fuimos luego los que representábamos la tendencia más conservadora de la democracia, y se quedó en el poder, rodeado de unas Cortes cuya elección presidiera, el representante de la doctrina federal, jefe del partido más avanzado que hay en España, en Europa, en la tierra, en ningún otro planeta. (Risas). Pues contra ese representante fué, contra él tan sólo señores, la revolución cantonal. (Muchas voces: Verdad, verdad). De suerte que cuantas más concesiones se hacían y más esperanzas se daban a la izquierda de nuestro partido, mayor empeño mostraba en aprovecharlas, no para el gobierno, para la revolución. (Ruidosos aplausos). ¡Qué espectáculo, señores, qué espectáculo! Rota la unidad de la patria, relajados los lazos sociales, triunfantes la anarquía como jamás triunfara en ningún período de la historia por tan largo tiempo; en Málaga, resistencias desde el primer instante de nuestro gobierno, a obedecer la autoridad central y admitir la fuerza pública; en Barcelona, desarme de la guarnición e indisciplina militar, en Granada, lucha sangrienta entre los carabineros y el pueblo; en Cádiz, dictadura municipal: en Valencia, cantón presidido por los reaccionarios (grandes aplausos), al cual no querían obedecer los castellonenses, que también se habían acantonado; en Alcoy, quema de fábricas, muerte de probos ciudadanos, mutilación hasta de los cadáveres inmolados por las iras de aquella muchedumbre; en Cartagena, los inmensos pertrechos de guerra, por los siglos acumulados en defensa de la patria, vueltos a aumentar la combustión desoladora de las guerras civiles; en el mar, la escuadra gloriosísima, ilustrada por las hazañas de nuestros mayores, a merced de quien quisiera apoderarse de ella, nacional o extranjero; en el Norte, en el Maestrazgo, en la montaña de Cataluña, en el bajo Aragón, las aves carniceras y nocturnas, que salen de los panteones del absolutismo y revolotean en torno de las pavesas de la Inquisición. (Ruidosos aplausos que interrumpen largo tiempo al orador). En las Cortes, la minoría avanzada, que pudo salvarlo todo con actos de concordia, expidiendo diputados a las provincias en son de guerra, y obligando a la mayoría, en cumplimiento de un deber, a autorizar procesos sobre procesos contra los legisladores que violaban las leyes; en el extranjero, algún gobierno esperanzado con aprovechar para su engrandecimiento territorial, nuestras desgracias; y así, los corazones más patriotas, como mi corazón (estrepitosos aplausos, vivas a España), sí, como mi corazón, heridos de desesperación, agonizaban con horror al sentir que les tocaba por un nefastísimo hado, presenciar la agonía de la patria, condenada por las cóleras y los errores de sus hijos, a convertirse en nueva Polonia, la cual no hubiera tenido, por ser suya solamente la culpa, ni los votos de los pueblos, ni la compasión de la historia, negados siempre a quien sucumbe por su mal en esos insensatos e imperdonables suicidios, (Ruidosos y prolongados aplausos que interrumpen algunos minutos el discurso).
Con resolución inquebrantable, yo me puse a la cabeza, primero como ministro, después como diputado, más tarde como presidente del Congreso, por último, como presidente del Poder de la República, yo me puse a la cabeza de todo el movimiento de reacción contra aquel caótico desorden. Como ministro, voté contra la disolución de la comisión permanente como diputado, apoyé al gobierno que castigó con mano fuerte al cantón de Valencia, y que llevó las armas de la unidad nacional a Córdoba, Cádiz, Granada y Sevilla. Como presidente del Poder Ejecutivo, restablecí disciplina militar, reorganicé el cuerpo de artillería, puse en vigor las antiguas ordenanzas del ejército, bombardeé a Cartagena, recabé los buques caídos en extrañas manos, saqué los 80.000 hombres de reserva, núcleo de las gloriosas legiones, a quienes debemos la conclusión de la guerra civil en Ultramar y en la Península. Uso, señores de esta forma sobrado personal, porque, puesto en moda renegar de ciertos antecedentes, y siendo ya en las impaciencias y en las agitaciones de muchos cuestión de responsabilidad más que de glorias todos aquellos actos, declaro solemnemente que respondo de todos y pido y pediré siempre su examen y su juicio. (Ruidosos y prolongados aplausos). Yo combatí aquel movimiento poniendo a mi combate estas dos condiciones: 1.ª que no se había de usar en él ningún arma que no fuera estrictamente legal, y 2.ª que no se había de ir con él jamás contra las Cortes Constituyentes. En virtud de estos compromisos, voté por la sumisión a la comisión permanente el día 23 de Abril y en virtud de estos compromisos protesté contra golpe el de Estado del 3 de Enero, cayendo del poder con toda aquella legalidad a la cual defendí hasta su última hora, con desgracia, sí, pero con los recursos que tuvo a mano, y la defendí, primero por deber y después, por un presentimiento de que, entrando de nuevo, aunque fuese contra la izquierda de la Cámara en un periodo de pronunciamientos, iríamos a dar en grandes e irreparables catástrofes. (Ruidosos aplausos). Por consecuencia, yo cooperé en aquellos días con todas mis fuerzas y en todos mis actos, a fundar una democracia, que tuviera aptitudes para el gobierno, unidas a vivos sentimientos de legalidad, como anuncié a la mayoría de aquella Cámara, cuando le dije en su última sesión que todas las exageraciones y todas las utopías y todos los federalismos habían quedado consumidos para siempre en las llamas de Cartagena. (Ruidosos y prolongados aplausos).
¿Fué toda ella una política de circunstancias? No. Fué una política obediente a principios universales y de conciencia; fué una política que trazaba leyes de vida para lo porvenir a una democracia, la cual había menester gran rectificación de sus antiguas ideas y mayor rectificación aún de sus antiguos procedimientos. Si después de haber conjurado tantos peligros, corrido tantas tormentas, salvado a la patria de un naufragio tan deshecho, continuábamos como antes, conspiradores de oficio, revolucionarios de complexión, utopistas de ideas, avanzados en nuestras doctrinas hasta el delirio, menospreciadores de la realidad hasta la ceguera; captando motines, reuniendo huestes en armas; unidos con los mismos a quienes habíamos ametrallado, dispuestos a extremar la vana y convencional garrutería de los clubsistas en la oposición después de haber empleado nuestras facultades y nuestra autoridad en el gobierno; bien podía decirse que veíamos las cosas según las circunstancias: que tomábamos los disfraces según las conveniencias: que deseábamos pasar por dictadores unas veces y demagogos otras, a medida de los cambios de nuestra fortuna; y que no podíamos aspirar al aprecio de nuestros actos por lo demás, cuando caíamos en el error de no apreciarlos nosotros mismos en toda su grandeza y no darles para las eventualidades de lo por venir su debida importancia. (Ruidosos y prolongados aplausos). Yo no he engañado a nadie. A una mayoría federal le dije desde el poder que su federalismo era imposible. A mis lectores de Barcelona y de Valencia al presentarme candidato para las primeras Cortes de la restauración, les dirigí una carta la más templada de todas mis cartas. (Muchas voces: Verdad, verdad). En las Cortes últimas defendí todos los principios democráticos a medida que los negaba la mayoría; los derechos naturales contra las restricciones absurdas, la soberanía nacional contra los distingos doctrinarios, el sufragio popular contra el censo aristocrático, la libertad religiosa contra el falseamiento de sus fundamentales derechos, el jurado contra los tribunales amovibles, la libertad universitaria contra las imposiciones de arriba, la revolución de Setiembre contra la reacción triunfante, y el Código de 1869 contra todos y cada uno de sus enemigos, obedeciendo los impulsos de mi corazón y las voces de mi conciencia. (Vivísimas aclamaciones). Pero también dije, y lo repito, que quería mucha infantería, mucha caballería, mucha artillería, mucha guardia civil; también dije, y lo repito y que todo gobierno mientras yo fuera diputado, podía contar con mi voto para sostener el orden público y la disciplina militar (Aplausos); para conservar la unidad y la integridad nacional (Aplausos); para ocurrir en los presupuestos a todas las necesidades permanentes de la nación y pagar todas sus deudas. (Aplausos). Y he tenido la satisfacción de que oradores tan elocuentes como los jefes de nuestro partido llegado a las Cortes españolas, tan dignos de la estimación universal, hayan continuado estos años con tal acierto, tal brillo y tanta autoridad mi campaña, que han hecho inútil mi intervención personal en los debates, y el empleo y uso de mi palabra. Por consecuencia tenemos creada la democracia gubernamental por nuestros actos en el gobierno, confirmados después con nuestras afirmaciones en la Oposición. (Ruidosos aplausos y prolongadas aclamaciones).
Ya atisbo en los labios de nuestros enemigos una sonrisa escéptica y burlona, la cual quiere decirnos que estamos solos, muy solos, completamente solos. (Risas). Esto de la soledad es el argumento más usado en todos los debates y más repetido en todos los tonos. Mas ¿qué importa? En política conviene tener una posición firme y dejar luego a las circunstancias que la consoliden y que la pueblen, poned mil hombres a tirar de un tren, y no lo moverán como lo mueve un poco de vapor. ¡Ah! No triunfará nunca la democracia en España, si no se persuade profundamente de la necesidad en que está de convertirse a toda costa y a toda prisa en una democracia gubernamental. Y esta democracia gubernamental no debe contentarse con ser un partido, debe aspirar a más, debe aspirar a ser el núcleo de todos los partidos liberales. Nada me extraña tanto como la gravedad con que algunos dividen la democracia en centro, derecha, izquierda, cual si estuviéramos en el mejor de los mundos posibles y en el goce absoluto de una completa victoria. Pueden dividirse los partidos liberales en pueblos como Inglaterra, donde todos a una respetan la monarquía; pueden dividirse los partidos democráticos en pueblos como Suiza, donde todos a una respetan la República; pero no puede dividirse la democracia francesa, no puede separarse en fracciones irreconciliables, sin que corran graves riesgos las leyes fundamentales por los muchos enemigos que aún tiene allí, en formidables partidos monárquicos; la base de la política, a saber, el Estado republicano. Pues bien; la democracia española, que ha de combatir, necesita, como los ejércitos una enseña, ella un ideal; como en los ejércitos una ordenanza militar, ella una disciplina política, como los ejércitos un general, ella una dirección respetada, y una vez unida la democracia, compacta, organizada, firme, puede aguardar los refuerzos necesarios que han de traerle las circunstancias políticas y la robustez que han de darle los grandes e inminentes desprendimientos próximos a caerse del seno del mismo de la actual situación. La batidera de la unión de la democracia es mi batidera. (Ruidosos aplausos). Urge, pues, esa unión. Pero si la democracia la intenta con la utopía socialista o federal, está perdida y si la realiza con un sentido práctico y de gobierno, se habrá salvado a sí misma, y consigo habrá salvado quizás para siempre, la causa santa de la libertad en España. (Ruidosos y prolongados aplausos). Los partidos suelen aquí sumar en la oposición para ganar el poder y restar en el poder para repartirse mejor el presupuesto. (Risas y aplausos). Restemos nosotros en la oposición a los débiles e indecisos, para que sólo queden los leales y probados; y luego sumemos para el gobierno todos los elementos aprovechables, a fin de que tenga más fuerza y más autoridad nuestra política. (Aplauso). Y en estas bases realizaremos la unión de la democracia. (Vivísimos aplausos).
Y urge todo esto, urge mucho; porque las sociedades humanas no dejan una política por otra, hasta que se disuelve la política que han de abandonar y se forma, define y concreta la nueva política con que han de abandonar y sustituir a la abandonada y vencida. El partido conservador-liberal no puede gobernar más días, no puede humanamente, porque no sabe satisfacer a un mismo tiempo la doble aspiración al orden y a la libertad. Enemigo de toda injusticia, declaro y proclamo que ha satisfecho una de las dos aspiraciones del país, la más apremiante, la más inmediata, la más urgente, la aspiración al orden material. Pero el problema de la política estaba en satisfacer a ambas, y no ha sabido satisfacer o no ha querido satisfacer, la que es imperiosísima, la aspiración a la libertad. Petrificado por el dogmatismo y la constancia de su ilustre jefe en la alquimia doctrinaria de hace veinticinco años, desconoce el principio capital de este tiempo, el que a través de todas las formas del Estado se impone a todos los pueblos del mundo, el principio de que las instituciones parlamentarias se busca, no el brillo y dirección de tal o cual personaje importantísimo, no la oligarquía de tal o cual partido político, sino el gobierno de la nación por sí misma, señora y soberana en último término de todos sus destinos. Este principio salvador, puesto en práctica donde quiera que la cultura humana se extiende en imperios tan vastos como Austria y Alemania, y en naciones tan chicas como Bélgica y Suiza, cierra para siempre la era revolucionaria y abre el periodo de actividad progresiva y ordenada, que han menester las generaciones modernas para su engrandecimiento material, intelectual y moral. El pueblo francés tiene su República democrática y el pueblo inglés su monarquía histórica; porque uno y otro saben que dentro de estas formas de gobierno tan opuestas, disponen de sí mismos y se dirigen por su pensamiento y su impulso íntimos, por su voluntad y por su conciencia. Conoce muy bien el jefe de este gobierno que en el sincronismo de la historia, mayor hoy que nunca por la solidaridad de los pueblos europeos, un principio de este carácter universal se impone a todos sin excepción alguna.
Si todos caímos a un mismo tiempo con diferencia de pocos años en la sociedad teocrática y feudal, si todos formamos, a despecho de las protestas señoriales, los Estados modernos en la misma edad, si todos sufrimos el absolutismo, unos de los Valois, otros de los Tudores, otros de los Austrias; si todos contamos nuestros reyes filósofos, Bautistas de la revolución como José II, Carlos III, Luis XV, Leopoldo de Toscana; si todos pasamos por la tempestad revolucionaria llevada a unos en alas de los vientos y a otros en las puntas de las bayonetas napoleónicas, ¿no habremos todos ahora de proclamar el dogma, que indica la mayor edad de los pueblos, el dogma de la soberanía nacional? He aquí, señores, una fórmula de todo punto legítima y anti-revolucionaria, la fórmula de inteligencia estrecha, por lo menos, entre los partidos liberales. Dejad, debemos decir al poder, dejad que la nación se gobierne a sí misma: y tened por cierto que si la nación se gobierna a sí misma, habremos salido de los períodos revolucionarios y entrado en la paz completa que gozará una Inglaterra e Italia, Francia y Bélgica, Portugal y Alemania. (Ruidosos y prolongados aplausos).
Pero casualmente, el gobierno sigue la política contraria, casualmente el gobierno se empeña en sobreponerse a la nación. Así como el cerebro es el órgano del pensamiento y el corazón es el órgano de la voluntad en los individuos, la prensa es el órgano del pensamiento, y el corazón es el órgano de la voluntad en los pueblos. Pueblo libre es aquél que puede expresar todas las ideas, aun las más erróneas, en la prensa, seguro de que al error se le combate con la verdad y se le castiga en la conciencia; y además, que nombra con toda independencia sus diputados, seguro de que representando a la nación misma en verdad, no podrán malbaratar sus intereses, ni herir sus derechos, ni arriesgar su paz, ni comprometerla en aventuras guerreras, ni oprimirla y vejarla en sus sacrosantas libertades, porque la universalidad de los ciudadanos se encuentra en la imposibilidad física, metafísica y moral de oprimirse a sí misma, en ningún periodo de su vida, en ningún grado de su desenvolvimiento, en ningún minuto de su historia. Imaginaos que a un hombre le arrancaran el cerebro y luego le dijeran: «piensa» imaginaos que le arrancaran el corazón y luego le dijeran: «quiere». Pues esto hace el gobierno con la prensa y con los comicios; arrancarle a la nación la voluntad y el pensamiento. No quiero hablar de la ley de imprenta; no quiero hablar de la derogación que trae consigo, así de ciertos artículos constitucionales, que son de esencia en toda Constitución, como también de ciertos principios jurídicos, que son de esencia en todo Código; ved las denuncias diarias, las condenas, las suspensiones continuas, las supresiones, y eso que la prensa se amolda en lo posible a los estrechos límites legales; y decidme luego, si puede darse en las condiciones presentes de la cultura europea, una asfixia mayor del pensamiento.
No quiero hablar tampoco de las elecciones ved las últimas, vedlas, a pesar de que sólo tenían un carácter provincial y de que el gobierno había hecho las protestas más amplias de respeto a la libertad. Como el mal ha echado raíces tan hondas, se repite lo mismo de siempre; volantes de los gobernadores en recomendación de candidatos oficiales, consignas convenidas a los alcaldes, remoción de expedientes sucios, amenaza de causas criminales, proscripciones de las listas, escaleras de mano muy firmes para los ministeriales y muy frágiles para la oposición (Risas y aplausos), palo limpio en algunas partes, caza electoral en otras, apresamiento de electores, y por resultado de todo esto, la mayor de las calamidades, la abstención universal. ¿Cómo gobernarnos a nosotros mismos, si no tenernos ni pensamiento, ni voluntad nacional? ¿Y cómo tener pensamiento, si no tenemos prensa, y cómo tener voluntad, si no tenemos comicios? ¿Y cómo cerrar el período revolucionario si no lo sustituimos con el período de la soberanía nacional?
Así, el gobierno se encuentra en la peor de las situaciones en que puede encontrarse un gobierno; en la situación de no tener, según él mismo dice, quien le suceda en el mando. Y no tiene, según él mismo dice, quien le suceda en el mando, porque, en vez de dejar a los partidos formarse en el seno de la libertad, como se forman los seres en el seno de la Naturaleza, por medio de la química y de la dinámica sociales, con verdaderas combinaciones de átomos afines, con verdaderas fuerzas propias, ha querido intervenir en todo, arreglarlo todo, expulsar a éstos de la legalidad y llamar a aquéllos, exigir programas concretos y cuasi por él dictados, llevando su iniciativa, de todo punto avasalladora, hasta el extremo de reservarse el señalamiento del día de su derrota y de la victoria de sus enemigos; singular situación, desconocida hasta de pueblos como nuestro pueblo el cual se ha distinguido por su inventiva inagotable en crear y producir raras situaciones políticas. Y señores, urge un cambio en sentido liberal, urge un llamamiento a la opinión libre, urge una grande amplitud a las instituciones liberales, urge otra política más progresiva que la política vigente, la cual es conservadora en el nombre, y en el fondo exclusivamente reaccionaria. Si intereses generales no la demandaran, demandaría la el estado de vascas, donde la audacia de los carlistas nos lanza de nuevo un reto formidable y de nuevo nos amenaza con una guerra civil, inextinguible. Y nos lanza reto formidable y nos amenaza con una guerra civil inextinguible, la audacia de los carlistas, porque el gobierno, si la ha vencido materialmente y ha disuelto sus ejércitos, no la ha vencido moralmente, no les ha arrancado hasta la última esperanza de ver prevalecer las caídas enseñas, y con su ley de imprenta que prohíbe la pública controversia, con su falseamiento de la libertad religiosa que quita al templo y al cementerio sus símbolos extremos, con su persecución implacable a los catedráticos liberales, con toda su política y con todos sus actos menudos, ha dado al carlismo una media victoria moral, que aviva sus esperanzas y mantiene latente el fuego devastador de una nueva insurrección, sólo conjurable por otra política, la cual devuelva sus derechos a la conciencia, de su extensión natural a la libertad religiosa, restaure las universidades a fin de que vayan a beber en su luz las almas jóvenes, el espíritu divino de nuestro siglo y los ideales sublimes de una verdadera y progresiva ciencia. (Ruidosos, repetidos y prolongados aplausos). Y lo he dicho en las Cortes, y lo repito ahora; un cambio de política en sentido liberal no puede encender pasiones violentas en el pecho de la democracia española; que entrada ya en la madurez de su vida, no abrazará un egoísta pesimismo, ni se consumirá en agitaciones estériles, aprovechando la luz nueva para explicar sus doctrinas salvadoras y el nuevo aire para robustecer su organización legal, sin daño ni peligro de la paz pública, que tenemos interés en conservar y robustecer, sobre todo, si se junta con una completa libertad. (Ruidosos y prolongados aplausos).
Ignoro cuánto durarán ciertas esperanzas; y no me propongo ni alentarlas ni desvanecerlas. Pero sí me propongo decir que las desesperaciones antiguas, aquéllas de Catón después de Fersalia, y de Bruto después de Filippos, no caben ya en nuestro tiempo ni en nuestra civilización; porque sabemos, cómo la libertad puede sufrir eclipses pasajeros, más de ninguna suerte eternos y supremos ocasos. Nosotros, en el día de su Pascua, en el día de su resurrección, que aguardamos sin descorazonamientos, ni impaciencia, prometemos una política basada completamente en la voluntad nacional. Los pueblos saben que bajo nuestro gobierno, ni se han desmentido ayer, ni se desmentirán mañana los principios generales de la democracia universal. Así tendríamos la soberanía inmanente en la nación, el derecho asegurado a cada individuo, el sufragio reconocido a todos los ciudadanos, la libertad religiosa y la libertad de imprenta tan amplias como puedan alcanzarías los pueblos más cultos del mundo, independientes de toda presión los comicios, descentralizada la administración provincial y municipal, establecido el jurado, sustituida la arbitrariedad con el cumplimiento de las leyes en cuyo ejercicio basaríamos la paz pública, realizados todos los principios capitales del espíritu moderno fuera del cual ni prevalecen las grandes obras políticas, ni respiran los pueblos europeos. (Prolongados aplausos). He aquí los límites allende los cuales no podemos, ni debemos, ni queremos dar un paso; los límites que definen nuestra doctrina toda y que señalan la posición de nuestro partido. Somos, pues, en verdad, mientras esté dividida la democracia, extrema derecha, y no abandonaremos jamás esta posición, a costa de tantos sacrificios conquistada. (Entusiasta aprobación).
Y como somos la extrema derecha de la democracia, decimos que no pueden aguardarse de nosotros ni veleidades federales ni inclinaciones comunistas. Afortunadamente las tendencias socialistas de la democracia europea han pasado desde que pasó, para no volver jamás el cesarismo en Europa. La utopía, la Internacional, la locura de la propiedad común y de la anarquía colectivista, los sistemas contrarios al templado individualismo que constituye la base firme de todas las escuelas liberales, la idea socialista, en una palabra, pasó hasta en la nación que más la acariciara, hasta en Francia, desde que pasó la dictadura de los Césares, acogiéndose a la oprimida Rusia, como se acoge a las cavernas y a las tinieblas el ave nocturna en cuanto brillaba luz de un nuevo día. Y como no existen las tendencias socialistas en la democracia europea, el trabajo debe tener derecho a una completa asociación, así como tiene derecho también la propiedad a un completo seguro. (Aplausos).
Pero no es solamente la propiedad la gran fuerza social que debemos tranquilizar en provecho de nuestras libertades, también debemos tranquilizar al clero y al ejército. En cuanto a éste nuestro pasado responde por completo de nuestro porvenir. Quienes lo disciplinaron un en medio de la guerra civil y de la insurrección cantonal; quienes lo aumentaron en cuatro meses con ochenta y cinco mil hombres; quienes lo dotaron de todas sus armas, no pueden querer otra cosa sino que sea un respetable y respetadísimo elemento de fuerza, puesto por completo a servicio de la legalidad y del Estado. Hablemos, pues, de lo que creo más necesario hablar en este crítico momento, hablemos del clero. Señores, desconoceríamos la realidad de las cosas y la verdad de los hechos, si desconociéramos que existe un disentimiento antiguo entre el clero y la libertad; y aun desconoceríamos algo más si llegáramos a desconocer que en este disentimiento capital estriba una gran parte de las dificultades encontradas a cada paso en el gobierno por las democracias latinas, tanto en América como en Europa. El mal viene de antiguo. Heredero de la Roma pagana, el Pontificado católico creyó en cierto tiempo, con razón o sin ella, que debía unir al poder religioso el poder temporal y dar como su clave y su fundamento, como su base y su cúspide, a todos los poderes de Europa. La soberanía temporal se consideró necesaria de todo punto a la dirección espiritual de la cristiandad; y el espectáculo de la clerecía bizantina que, falta de independencia, tornábase cortesana de los césares de Oriente, daba, a primera vista razón a los pontífices de Roma. Pero el espíritu moderno de ninguna suerte cabía dentro de las instituciones antiguas, y al pugnar con ellas tuvo por necesidad que pugnar también con el Pontificado. Como la Iglesia se enemistó con su madre la Sinagoga, la revolución se enemistó con su madre la Iglesia. Ya en sus albores la cultura moderna trató de conciliarse con la tradición católica; pero no pudo conseguirlo. Si en aquella hora solemne Juan XXIII hubiera oído al Concilio de Constanza, Eugenio IV al Concilio de Basilea, Alejandro VI la voz de Savonarola, León X el pensamiento de aquéllos que le proponían en Letrán la vuelta a los tiempos primitivos del cristianismo y a las fuentes puras del Evangelio, crean la democracia cristiana y la Revolución religiosa fuera una reforma y no una protesta, y la Iglesia fuera la unidad espiritual del mundo moderno, y no la unidad espiritual tan sólo de la raza latina, y el Pontificado la presidencia de una confederación de Iglesias autónomas y no la cabeza de una monarquía absoluta; y el Renacimiento, la hermosura artística imposibilitada de caer en la forma vacía del paganismo muerto, y esas tres grandes naciones, tan religiosas de suyo, Alemania, Inglaterra, los Estados-Unidos tres matices de la misma luz, que hubieran cumplido todas sus libertades sin reñir con todas sus tradiciones y el espíritu moderno libre, científico, democrático, sin dejar de ser, espiritualista, se hubiera encarnado de esta suerte en una sociedad, que resultará purísimo reflejo del alma, como el alma misma, purísimo reflejo de Dios. (Aplausos y aclamaciones). No quisieron y la Iglesia, de retroceso en retroceso, se cayó en el jesuitismo, y el jesuitismo de exageración en exageración, le impuso a la Iglesia el Syllabus y la infalibilidad. Más todo indica que en este retroceso se siente hoy un poco de detención; y que en esta detención se alcanza hoy un poco de respiro. Todo indica que el Pontificado aspira hoy a una conciliación en la venerable persona de León XIII.
Pues bien, hay que buscarla de nuestra parte, hay que buscarla con perseverancia, porque no conseguiríamos poco si consiguiéramos calmar ciertas inquietudes religiosas y traer la parte más ilustrada del clero, si no a la democracia y a la libertad, a un desistimiento de toda tendencia política y a un espiritualismo capaz de levantar consoladores ideales sobre las inclinaciones demasiado positivistas de nuestro siglo, que peca, cual la civilización romana en sus últimos tiempos, de economista y utilitario. (Ruidosos aplausos). De todas suertes, no conozco momento menos oportuno para reñir con la Iglesia que el minuto corriente, no lo conozco. Aún comprendo que cierto emperador gibelino satisfaga las tradiciones germánicas representando enfrente de la cigástula de sus padres siervos, enfrente de la Ciudad Eterna, el papel de Arminio y de Lutero. Pero no lo comprendo en la República francesa. El sentido que hoy domina en los asuntos religiosos de Francia, que asusta por su carácter jacobino; y el carácter jacobino me asusta, porque todo Robespierre será siempre el predecesor inevitable de todo Napoleón. El partido radical francés, con su proceder, se ha separado de los principios de libertad naturales a la democracia moderna; se ha salido de las tradiciones de Mr. Thiers, se ha ahuyentado de hombres como Julio Simón; ha herido ministerios como el ministerio Freycinet; y ha llegado a una estéril atentación y a una tal violencia, que sólo puede ceder en daño de esa democracia, la cual hasta aquí había merecido la admiración y la amistad del mundo por su tacto exquisito y su exquisita prudencia. Nosotros, que caímos del poder, como todos saben, por el nombramiento de obispos,no renegaremos de nuestras gubernamentales tradiciones, ni desmentiremos las solemnes palabras dichas en nombre de nuestro partido allá en las Cortes por el más joven y el más elocuente de los demócratas históricos. Iremos a la separación de la Iglesia y del Estado; pero con medida y con serie. Conservaremos el patronato y el presupuesto eclesiástico, si volvemos al poder; y en nombre de la libertad religiosa, en nombre del derecho individual, en nombre del respeto al principio de asociación, dejaremos que los seres tristes, desengañados del nundo y poseídos del deseo de la muerte, se abracen, si quieren, a la cruz del Salvador como la yedra al árbol, ya guarden la hora del último juicio, envueltos en el sayal del monacato y tendidos sobre las frías losas del claustro hasta evaporar su vida como una nube de incienso en la inmensidad de los cielos: que si nuestro respeto a la libertad nos impide poner tasa al interés, tasa al crédito, tasa al lucro, nuestro respeto a la libertad también nos impide poner tasa a la oración, tasa a la piedad, tasa a la penitencia. (Ruidosos aplausos que interrumpen al orador). Sólo viviendo como he vivido yo, en el seno de democracias tan avanzadascual la democracia de Suiza, puede comprenderse cuánto sirve la fe religiosa a la consolidación de una verdadera libertad. Por lo mismo que esta fe debe ser íntima y espontánea, auxiliar a la vida rural, sustituir con sus fuerzas espirituales y de conciencia a tantas fuerzas coercitivas como detienen el desarrollo de los individuos y de la sociedad, no se debe ni imponerla, ni mucho menos cohibirla con las fuentes artificiales del Estado. La nación debe a todos los ciudadanos la instrucción primaria, debe a todos los ciudadanos el reconocimiento de su voto y está en el caso de exigir de todos los ciudadanos el servicio militar, pero en la esfera religiosa necesita dejar a todo el mundo una absoluta libertad. Y las almas buscarán su centro de gravedad en el inmenso cielo que en cada una de ellas tiene extendido y guardado la propia e íntima conciencia. Dios de la libertad, que sacaste a los opresores de Egipto y sumergiste a los soberbios en las aguas hirvientes del mar Rojo; Dios, que promulgaste el dogma de la igualdad religiosa en la noche sublime de la cena y lo ungiste con tu divina sangre en la tarde tempestuosa del Calvario; Dios, que sostuviste y alentaste a las ciudades italianas en sus navegaciones y a los municipios españoles en sus combates, poniendo sobre las sienes de aquéllos la llama de las artes y sobre la frente de éstos al sol de la victoria; Dios, que evocaste del seno de los mares al Nuevo-Mundo para que en su naturaleza virgen recibiera el anfictionado de jóvenes y progresivas democracias; Dios, que sostuviste a los pobres pastores de los Alpes contras las legiones de los Borgoñas y de los Austrias, poniendo en las níveas cúspides a un tiempo los reflejos de la luz creada y los reflejos de la idea creadora; Dios, que guiaste al través del Océano oscuro la nave milagrosa la Flor de Mayo, en que iban los peregrinos con su Biblia en las manos proscriptos de la monárquica Inglaterra, a fundar la República en América; Dios, que brillaste con tanta gloria,como en las cumbres del Sinai, en las rotondas del Capitolio de Washington, allí en aquellos días de la abolición de la servidumbre; Dios, que bendices a cuantos romper el eslabón de una cadena y despiertan el albor de un derecho: Dios de los redentores, Dios de los mártires, Dios de los humildes, nosotros también hemos consagrado en tus aras los hierros de millares de esclavos convertidos en hombres; no separes, pues, ni tu aliento, ni tu providencia de nuestra obra que, después de todo, quiere aplicar tu eterno Evangelio a las sociedades, tu divino Verbo a las inteligencias, y cumplir tu reinado espiritual, por medio de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad, sobre la faz de la tierra. (Los aplausos, los vivas, los gritos de entusiasmo, las manifestaciones de adhesión al orador interrumpen por largo tiempo su discurso).
Señores, nosotros no podemos ser ni cortesanos ni conspiradores. No podemos ser cortesanos de la fortuna, porque nos lo impide, además de nuestra conciencia y de nuestro deber, el culto a ciertas tradiciones, sin las cuales ni gobernamos ayer, ni gobernaríamos hoy, ni gobernaremos mañana, pues a ellas se encuentra estrechamente unido nuestro crédito en el mundo y nuestro nombre en la historia; y no podemos ser conspiradores, porque nosotros no nos gloriamos de tener el rayo del cielo en las manos ni de apercibir a cada demócrata una revolución a domicilio. Las revoluciones, males a veces necesarios, pero males siempre, no entran ni pueden entrar en el dogma de ningún partido; y nadie las admite ni rechaza en absoluto, porque ningún agente social depende, en el grado que las revoluciones dependen del poder de las circunstancias. Lo que yo digo es que organizar un partido para la revolución y no para la legalidad, me parece una demencia; y que hacer la fuerza de arengas exaltadas y de organizaciones violentas, a un partido como el demócrata de carácter puramente revolucionario, es dar muestra de una imprevisión que se paga, y muy caro, el día de la victoria. (Viva aprobación). A quien me pregunte si voy a nacer una revolución, le miraré de arriba a abajo con extrañeza, y le alzaré los hombros, como si me preguntara si iba a hacer una tormenta: que no tengo en mis manos, señores, ni la atmósfera de la tierra ni el espíritu de la sociedad.
Las revoluciones las traen los poderes resistentes hasta la ceguedad. No trajo la revolución británica el empuje de los Oranges, la trajo la tenacidad católica de Jacobo II en el pueblo tan protestante como Inglaterra; no trajo la revolución francesa ni la palabra de Mirabeau ni la audacia de Danton, la trajo el empeño de la corte en oponer un veto inseparable a toda reforma progresiva; no trajo la revolución del treinta la canción de Beranger, ni el dinero de la Laffite, ni la elocuencia de Manuel, la trajo la imbecilidad de Carlos X y su siniestro espíritu reaccionario; no trajeron la revolución de Setiembre Serrano, Topete y Prim, la trajeron los errores incurables de aquellos pobres suicidas; hoy a quien debe preguntársele si traerá o no traerá la revolución, es a una sola persona en España, a una sola, al Sr. Cánovas del Castillo. (Risas prolongadas y prolongados aplausos). Los demás no podemos hacer en tal esfera absolutamente nada. Lo que sí debemos es la verdad a nuestros conciudadanos, sobre todo se la debemos a aquéllos, cuya palabra es, sin merecerlo ciertamente, leída y escuchada: puesto un pueblo en la alternativa de optar entre la anarquía y la dictadura, opta siempre por la dictadura; y puesto un pueblo en la alternativa de optar entre la legalidad y la revolución, opta siempre por la legalidad. A las revoluciones se llega, no por la desesperación de los más, por la desesperación de los mejores. Ningún partido, pues, tiene en sus manos esas grandes pasiones sociales, parecidas en último término, por su independencia de la voluntad individual, a las grandes catástrofes geológicas.
Señores, nuestra posición es bien clara y nuestra política bien leal. Creed que el arte mejor de conspirar contra los gobiernos reaccionarios consiste en convencer a las gentes de lo fácil y de lo ordenada y de lo templadísima que sería su sustitución por una democracia exenta de las antiguas utopías y segura de sus concretas afirmaciones: que ninguna sociedad abandona un sistema político en vigor, si no tiene otro sistema político definido con que sustituirlo. Yo declaro que aspiro como todos los repúblicos, al poder y que lo ejercería de nuevo, pero con una condición indispensable, con la condición de ser llamado, no por la fuerza, por la voluntad nacional, y de ser sostenido no por la dictadura, por el voto público expresa y claramente manifestado en elecciones libérrimas. A gobernar contra el torrente de la opinión, por virtud de medidas extraordinarias, en guerra civil perpetua, sin el concurso de la conciencia general y sin el apoyo de las Cortes, prefiero como decían nuestros padres remar en galeras. Por esta razón repito que no pertenecería, no, a gobiernos de sorpresa, hijos de la violencia, condenados a dictadura perpetua, llenos de compromisos imposibles de cumplir, sino a gobiernos que desempeñen el molesto, pero saludable cometido de arrancar el poder público de esta nación a las manos de las oligarquías reaccionarias que hoy la poseen, para devolvérselo, no a un hombre, no a un partido, no a una clase siquiera, a la nación misma, representada con todos sus ciudadanos en unas Cortes nacidas del sufragio universal. Los exaltados sostienen, al oírnos hablar así, que renunciamos a nuestro antiguo ministerio de profetas y que caemos en la vulgaridad política condenada a la eterna indiferencia de la historia, cuyo juicio tanto hemos temido en otro tiempo.
Pues ni siquiera esa observación nos persuade, porque la historia no ha guardado ninguna palma de triunfo y ninguna corona de laurel para la exageración y para la utopía. Nadie se acuerda de los demagogos que exageraron las ideas de los gracos y los condujeron a la muerte, mientras las generaciones todas elevan templos a la moderación martirizada de los grandes tribunos de la plebe. No le preguntéis a ningún hombre de seso, porque le ofenderíais con la pregunta, si prefiere la fama de Catilina a la fama de Cicerón. Cuando Melanthon presentó la Confesión de Augsburgo, tan conciliadora, hasta los luteranos mismos la tachaban de herética, y esa confesión ha pasado a canon del protestantismo, en tanto que todo el mundo olvida las exageraciones de Carlstadt y las locuras de Leyden.
La revolución inglesa nada debe a los niveladores, en realidad, sus enemigos más acerbos; y lo debe todo a los liberales templados, en realidad, sus fundadores más gloriosos. De la revolución francesa quedan como inmaculados, no los montañeses de Danton, no los jacobinos de Robespierre, no los exterminadores de Marat, no los comunistas de Rabceff, los templados, los moderadísimos, los prudentes, la legión helénica de los inmortales girondinos. En la poesía y en la historia americana no han tenido un aplauso los violentos partidarios de una convención dictatorial y de un régimen terrorista, lo han tenido hombres del buen sentido de Franklin y de la honradísima templanza de Washington. Entre nosotros mismos no han abolido la Inquisición, no han soterrado el absolutismo, no han sobrepuesto la tribuna y la prensa modernas a los conventos y a las amortizaciones de la España antigua, no han traído la libertad religiosa, no han fundado la democracia, los rojos, los regateros, los cantonales, sino los más templados entre los demócratas; que los triunfos de la política se alcanzan por el conocimiento de la realidad, y la realidad se modifica con lentitud y se somete, no a las violencias y a los arrebatos, sino al arte y al cálculo, (Aplausos). ¿Sabéis el síntoma que más indica el próximo triunfo de la democracia y su definitivo establecimiento? Pues nuestra moderación y nuestra prudencia, desconocidas si se quiere, de los contemporáneos cegados por la pasión del momento, pero destinados a un eterno lauro en los juicios severos de la historia, La democracia no triunfará hasta que la templanza sea en ella tan popular como fueron populares en otro tiempo las exageraciones.
En prueba de esta moderación y de esta prudencia, os digo que no preguntemos a nadie por su origen; que no le demandemos su genealogía democrática y su hoja de servicios históricos; que no creemos una especie de nobleza para la antigüedad y los antecedentes. Uno de los males mayores de la segunda República francesa, y en él no ha caído ciertamente la tercera, fué dividir a los republicanos en republicanos de la víspera y republicanos del día siguiente.
De vosotros será bien admitida toda adhesión sincera y honrada. Lo que sí creemos, y como lo creemos lo decimos, es que la llegada de escuelas más conservadoras a nuestras escuelas, y de partidos más templados a nuestro partido, tiene dos deberes; primero, el de no echarnos de nuestra casa como suelen, con frecuencia; y segundo, el de no reforzar los centros y las izquierdas de la democracia, para lo cual no tienen autoridad alguna en sus antecedentes, sino la derecha, la extrema derecha, es decir el término más cercano a la serie de sus ideas, el punto más próximo a la naturaleza de sus compromisos, el partido más análogo a su partido. Ésta es, pues, mi última y más importante advertencia. Os he mostrado, como debía, el fondo de mi corazón y el fondo de mi pensamiento, hablando, cual pudiera hablar en una conversación privada, sin ningún recelo, porque si no se imponen a los enemigos mis ideas, se impone a los enemigos mi sinceridad. Trabajamos por moderar la democracia, seguros de no exagerar nunca este trabajo. No descansemos, aunque nos detenga la malicia y nos dé su veneno la calumnia. Nuestra obra es al par obra de conservación y obra de progreso, equidistante de las dictaduras que vienen de abajo y de las dictaduras que vienen de arriba. Nuestro pensamiento se reduce a reivindicar para los ciudadanos el gobierno de sí mismos en todo lo concerniente a la esfera individual y a reivindicar para la nación, a su vez, el gobierno de sí misma en todo lo concerniente a la esfera nacional. La idea es demasiado vasta y pide todo un siglo. Si la separación de la conciencia y del Estado, anunciada por Sócrates no se realizó hasta los tiempos de Cristo; si la línea divisoria entre el poder temporal y el poder espiritual vista en sueños por algunos estoicos de los primeros tiempos del imperio romano, llegó a la realidad el día en que se constituyeron separadamente el Pontificado y el imperio; si la paz religiosa internacional proclamada por Tomás Moro, en el siglo décimo-séptimo en el tratado de Westphalia; si los derechos naturales que entreviera Grocio no se proclamaron hasta la revolución francesa: si el principio de la soberanía nacional escrito por los legisladores de Cádiz, al comenzar este siglo, como una verdad teórica, será una verdad práctica al concluirse y dictar su gran testamento político, perteneciendo de esta suerte la nación a todos sus hijos, que habrán realizado la libertad, la democracia y el derecho, con el aplauso del mundo y de las bendiciones de la historia. He dicho. (Ruidosos y prolongados aplausos. Los asistentes se levantan de todos lados a saludar y felicitar al orador. Entusiastas y repetidas aclamaciones).
EMILIO CASTELAR
[1] El más brillante orador de la España del siglo XIX. Político, periodista y literato, Emilio Castelar y Ripoll (1832-1899) destacó sobre todo como orador parlamentario, llegando a ser uno de los más notables exponentes del discurso político decimonónico español y, como tal, uno de los prohombres españoles que en su época tuvieron una mayor proyección dentro y fuera de nuestras fronteras. Es decir, que participó activamente en la política de España, tomando como su compromiso político fundamental la democratización de la política española, y este discurso por la democracia de Alcira es prueba de ello. Así, su trayectoria estuvo marcada, a pesar de sus cambios y contradicciones, por la defensa del sufragio universal masculino y de las libertades individuales, en particular la libertad religiosa, de reunión y de expresión. En 1869 fue elegido Diputado a las Cortes por Zaragoza. Integró luego como Ministro el gobierno de la I República, ni bien fue proclamada, proyectó su Constitución Federal y posteriormente la presidió en el breve período comprendido entre septiembre de 1873 y enero de 1875.
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