DISCURSO EN LAS CORTES DE CÁDIZ SOBRE LA IGUALDAD ANTE LA LEY Y LA PRESERVACIÓN DE LA LIBERTAD INDIVIDUAL
José Mejía Lequerica [1]
[18 de Febrero de 1811]
Sesión de 18 de febrero de 1811.
Congratúlome, señor, con V.M., al ver que los representantes del respetable pueblo español se llenan de entusiasmo y peroran con tanta elocuencia cuando se habla de los desordenes que el despotismo ha introducido en la administración de justicia. No he oído en esta memorable discusión una sola palabra que no lleve el memorable carácter de la verdad, ni un solo dictamen que no adelante algún paso en el camino de la reforma de los más desastrosos males que tanto ha sufren con demasiada paciencia los españoles. He aquí una prueba experimental de que, mientras no nos salgamos de la esfera de nuestras atribuciones (quiero decir, mientras las discusiones del congreso no rueden sino sobre objetos generales, grandes, necesarios y verdaderamente legislativos), no habrá diputado que no se exprese con energía y acierto, ni decisión que desdiga de la majestad nacional. Queriendo, pues, concurrir por mi parte con algo a promover su decoro y a restablecer su dignidad primitiva, diré dos palabras en el asunto de que se trate, porque no parezca que rehúso contribuir con mi pequeña prorrata (permítaseme la expresión) a este convite magnifico que presentan las cortes a toda la monarquía.
Si no hubiésemos de resucitar para vivir inmortalmente gloriosos, ¡cuán necios seríamos los cristianos! decía el apóstol San Pablo y, siguiendo yo el espíritu de esta sublime sentencia, no tengo embarazo en preguntar; si no han de triunfar por fin la libertad y seguridad de los españoles bajo la égida de la justicia, ¿para qué tantos y tan ímprobos sacrificios? ¡Ah! Si la arbitrariedad, que hasta ahora ha dominado anchamente por la inmensidad de la monarquía española, no hubiera de caer en tierra y sepultar para siempre su memoria, nos hacemos merecedores de perder la independencia nacional y arrastrar las pesadas cadenas del tirano que detestamos, pasando, pasando sucesivamente de la elevación de hombres libres a la abyección de esclavos, y poco después a la brutal clase de bestias, y bestias precisamente de carga, o salvajes y feroces. Porque, si la arbitrariedad hubiese de decidir de las propiedades de la vida y del honor del hombre, o no existiera nación alguna en el mundo, disueltos por todas partes los vínculos de la sociedad y reducidos los miserables mortales a ese imaginario estado de guerra de todos contra cada uno, que algunos se figuran procedió a la fundación de los pueblos, o no serían éstos más que recuas de jumentos destinados a servir a un señor de naturaleza superior a la de ellos, y a sufrir en silencio los palos que un furioso capricho les repartiese. El deseo de la felicidad es, señor, quien fundó los reinos; la justicia quien los conserva, y la precursora inmediata de su ruina la impunidad de los magistrados inicuos. Considere, pues, V. M. si puede oírse con indiferencia ese patético dictamen e la comisión, consiguiente al informe del consejo real. El es un retablo de los desastres del despotismo, y solo el brazo de V.M. puede convertirlo en risueño cuadro de la libertad civil, de esa libertad preciosa que consiste en la fiel observancia de las leyes. Muchas tenemos, y muy juiciosas, que precaven los abusos destructores del bien general: una sola nos falta, y (aunque ya está grabada en todos los corazones) nada valdrán sin ella las otras, ni ella misma subsistirá si V.M. no la promulga cuanto antes y la sostiene a todo trance. Hablo de aquel sublime principio que la política y la justicia proclaman a porfía. "Delante de la ley, todos somos iguales". cuando al grande le aguarda la misma pena que al chico, pocos serán injustos; pero si se ha de rescatar el castigo con el dinero, si las virtudes de los abuelos han de ser la salvaguardia de los delitos de sus nietos, entonces las leyes, frágil hechura de una tímida y venal parcialidad, se parecerán a las telas de araña, en que sólo se enredan los insectillos débiles y que rompen sin resistencia los más nocivos animales.
Pero, no basta que sean imparciales las leyes sino se aplican imparcialmente, ¿y qué imparcialidad puede haber en su aplicación a los casos que ocurran, esto es, en la administración d la justicia, si se envuelven los juicios en un impenetrable misterio, y si para cada reo se ha de erigir un tribunal o juez peculiar? Así es que, examinando el venenoso origen e tantas iniquidades, le hallaremos reducido a dos fuentes inagotables de impunidad, la tenebroso formación de los autos, y la multitud de juzgados.
La verdad ama la luz, y la unidad es la base del orden: que se popularice, que se simplifique la administración de justicia, y cuando de este modo no se eviten los crímenes, sabrá a lo menos el público quienes son verdaderamente criminales; y aun los que lo fueren, recibirán el alivio de no sufrir doblados castigos, teniendo que salir al suplicio de haber padecido años enteros de horrorosas prisiones. De lo contrario, cada ejecución será una alarma pública, cada absolución una sentina de sospechas y cada día que dure una causa, un hormiguero de quejas, odios y peligrosas inquietudes.
Para demostrarlo, no hay más que reducir a un plan la numerosa nomenclatura de desdichados que acaban de experimentar el consuelo de la visita. Porque los hallaremos como formados en dos grandes e igualmente lastimeras filas: los unos lamentándose en los calabozos de que, por lo mismo que todos desean juzgarlos, no hay quien les haga justicia; y los otros que ( a causa de la oscuridad y alevosía con que se pueden ejecutar las prisiones), cuando debían andar en palmas, estaban avasallados a los pies de los alguaciles y alcaides. ¿Qué ejemplo más concluyente que el del benemérito Padilla, que a no llevar casualmente en su cartera tan expresivas recomendaciones del general Copons habría perecido en la infamia y la desesperación de una mazmorra en premio de su patriotismo, de su valor y de sus servicios?
A cuyo propósito ruego a V.M. observe la conducta de este oficial, luego que se le puso en libertad, Convidósele a reclamar su derecho y querellase contra quien le hubiese ocasionado sus perjuicios y padecimientos; en una palabra, parecía ponérsele en las manos la compensación y el desagravio. ¿Pero qué hace Padilla? Lejos de tomarlo judicialmente, huye de este país de opresión y mirando con horror un suelo manchado por todas partes con las sangrientas huellas del despotismo, no se cree seguro hasta verse refugiado en Gibraltar. Conducta prudente y propia de un hombre desengañado, que sin duda diría: "Si no habiendo incomodado a nadie y llevando conmigo las credenciales de mi honradez me persiguieron así, ¿cuál será mi suerte cuando para acreditar mi justicia he de patentizar la iniquidad de mis jueces? ¡Ah! ¡ No irritemos a unos malvados que tienen en su mano la facultad de hacer infelices aun a los que no pueden volver criminales!"
Así . que ya ve V.M. que los medios comunes no bastan contra tantos desórdenes. Por lo cual, apoyo con todas mis fuerzas cuantos arbitrios extraordinarios han propuesto los señores preopinantes, y por mi parte pido a V. M. que ínterin la comisión encargada de la mejora de nuestra legislación criminal se ocupa de tan largo como útil trabajo, recomiende V.M. a otra comisión especial o a la justicia el arreglo de un más sencillo y auténtico método de enjuiciar, disminuyendo en todo lo posible la ruidosa multitud de fueros, y dando al seguimiento, sentencia y conclusión de las causas, suficiente publicidad. Si esperamos a la reforma completa de nuestros voluminosos código, la arbitrariedad hollará, entretanto, los más preciosos derechos. Y nosotros, ¿ qué haremos? ¿Seremos testigos indolentes de sus estragos; cerraremos los oídos a los clamores del pueblo; nos constituiremos cómplices de los tiranos, y aceleraremos la explosión de la monarquía, siempre consiguiente a los extremos del despotismo? Es cierto que los consejos se develarán por evitarlos; pero (como dijo muy bien el señor Luján) si la raíz está intacta bajo de tierra, ¿de qué sirve cortar las ramas, que luego han de retoñar más pomposas?
Insisto, pues, en que se nombre una omisión que, teniendo presente el dictamen que diere el consejo sobre las causas de infidencia, simplifique y mejore el método de enjuiciar, y desde ahora para entonces recomiendo a V.M. la bella máxima que acaba de proponer el señor Ric, y era uno de los pensamientos que se me ocurrieron desde el principio la discusión, a saber: que a nadie se ponga preso sin orden por escrito del respectivo juez, en donde se expresen los motivos de la prisión, bajo apercibimiento a los alcaides que si alguna vez se halla alguno en las cárceles de su cargo sin esta diligencia previa, serán tratados como reos de lesa nación, y sufrirán por lo menos los castigos y penas a que hubiere estado expuesto aquel preso. Esta ley no será más que una consecuencia de lo que V-M. tiene acordado en el reglamento el poder ejecutivo, donde V. M. previene que mirará como un atentado contra la libertad del ciudadano español, cualquier prisión arbitraria, y aun el que , a pretexto de detenido, se mantenga arrestado a un hombre más de cuarenta y ocho horas, sin entregarle a su juez para que le forme la causa.
Acaso parecerá pequeño y de poca influencia este remedio de precaución. La experiencia hará ver lo contrario; y mientras sus infalibles lecciones nos desengañan, quisiera que se me dijese si podrá nadie estar preso contra la volunta0d del carcelero, si éste admitirá en su causa un proceso vivo que ha de perderle. Y finalmente, si habrá quien se atreva a expresar bajo su firma motivos de arresto que no se puedan justificar ante el tribunal superior, que se los ha de exigir, so pena de verse expuesto a la indignación soberana de la inflexible representación nacional".
JOSÉ MEJÍA LEQUERICA
[1] José Mejía Lequerica (1777-1813), nació en Quito, Ecuador. Autodidacta con conocimientos filosóficos, históricos, jurídicos y políticos que incursionó en el periodismo revolucionario y en la cátedra universitaria. Poseedor de varios grados universitarios e importantes investigaciones botánicas y diputado en las cortes de Cádiz. En 1803 contrajo matrimonio con Manuela Santa Cruz y Espejo, hermana del precursor americano. Se destacó como un gran político liberal y americanista e insigne orador, conociéndosele en el Congreso con los nombres del «Mirabeau americano» y como el «rival del divino Argüelles». Su vida y su obra son conocidas precisamente por su relevante actuación como diputado en esas Cortes, donde es recordado como un gran orador. Al margen de esto, la actividad científica de Mejía Lequerica representa el inicio y el desarrollo de la botánica científica ecuatoriana, al ser considerado como el primer observador riguroso de la flora de este país que aplicó en su estudio teorías y métodos científicos modernos.
Colocado en España por las circunstancias sociales y políticas, peleó en las filas españolas contra José Bonaparte.
Como diputado en las Cortes de Cádiz defendió la libertad de expresión y la igualdad de representación de América y España; se pronunció contra la monarquía y sus poderes omnímodos; denunció los asesinatos cometidos en Quito; luchó por la supresión del vasallaje y de los señoríos; consiguió poner término a los tributos y repartimientos; la derogatoria de los diezmos y primicias; la cesación de los privilegios económicos para los conventos; obtuvo que se permitiera a los negros ingresar a las órdenes religiosas y obtener títulos académicos. En su célebre discurso en defensa de los indios atacó a la inquisición con pruebas irrefutables consiguiendo que no fuera restaurado este nefasto tribunal y sus criminales prácticas de torturas y penas infamantes.
Además, defendió el derecho de las colonias a un trato igual con la metrópoli en el comercio y en la aplicación de las Leyes de Indias y sostuvo que el poder del Rey emanaba del pueblo y que debía ser para el pueblo. Es célebre su frase: “desaparezcan de una vez esas odiosas expresiones de: pueblo bajo, plebe y canalla. Este pueblo bajo, esta plebe, esta canalla es la que libertará a España, si se liberta...”, en relación a la dominación francesa contra la cual luchó. Argumentó la necesidad de que la religión esté separada del Estado y de que cada quien profese el credo que a bien tuviere, y no por obligación de la iglesia. La educación debía desterrar el terror y la imposición para dar paso al desarrollo cabal de las mejores capacidades del educando.
Como periodista trabajó en la redacción en dos periódicos: LA ABEJA ESPAÑOLA, y en LA TRIPLE ALIANZA mediante comentarios y editoriales de avanzada y revolucionarios.
José Mejía Lequerica [1]
[18 de Febrero de 1811]
Sesión de 18 de febrero de 1811.
Congratúlome, señor, con V.M., al ver que los representantes del respetable pueblo español se llenan de entusiasmo y peroran con tanta elocuencia cuando se habla de los desordenes que el despotismo ha introducido en la administración de justicia. No he oído en esta memorable discusión una sola palabra que no lleve el memorable carácter de la verdad, ni un solo dictamen que no adelante algún paso en el camino de la reforma de los más desastrosos males que tanto ha sufren con demasiada paciencia los españoles. He aquí una prueba experimental de que, mientras no nos salgamos de la esfera de nuestras atribuciones (quiero decir, mientras las discusiones del congreso no rueden sino sobre objetos generales, grandes, necesarios y verdaderamente legislativos), no habrá diputado que no se exprese con energía y acierto, ni decisión que desdiga de la majestad nacional. Queriendo, pues, concurrir por mi parte con algo a promover su decoro y a restablecer su dignidad primitiva, diré dos palabras en el asunto de que se trate, porque no parezca que rehúso contribuir con mi pequeña prorrata (permítaseme la expresión) a este convite magnifico que presentan las cortes a toda la monarquía.
Si no hubiésemos de resucitar para vivir inmortalmente gloriosos, ¡cuán necios seríamos los cristianos! decía el apóstol San Pablo y, siguiendo yo el espíritu de esta sublime sentencia, no tengo embarazo en preguntar; si no han de triunfar por fin la libertad y seguridad de los españoles bajo la égida de la justicia, ¿para qué tantos y tan ímprobos sacrificios? ¡Ah! Si la arbitrariedad, que hasta ahora ha dominado anchamente por la inmensidad de la monarquía española, no hubiera de caer en tierra y sepultar para siempre su memoria, nos hacemos merecedores de perder la independencia nacional y arrastrar las pesadas cadenas del tirano que detestamos, pasando, pasando sucesivamente de la elevación de hombres libres a la abyección de esclavos, y poco después a la brutal clase de bestias, y bestias precisamente de carga, o salvajes y feroces. Porque, si la arbitrariedad hubiese de decidir de las propiedades de la vida y del honor del hombre, o no existiera nación alguna en el mundo, disueltos por todas partes los vínculos de la sociedad y reducidos los miserables mortales a ese imaginario estado de guerra de todos contra cada uno, que algunos se figuran procedió a la fundación de los pueblos, o no serían éstos más que recuas de jumentos destinados a servir a un señor de naturaleza superior a la de ellos, y a sufrir en silencio los palos que un furioso capricho les repartiese. El deseo de la felicidad es, señor, quien fundó los reinos; la justicia quien los conserva, y la precursora inmediata de su ruina la impunidad de los magistrados inicuos. Considere, pues, V. M. si puede oírse con indiferencia ese patético dictamen e la comisión, consiguiente al informe del consejo real. El es un retablo de los desastres del despotismo, y solo el brazo de V.M. puede convertirlo en risueño cuadro de la libertad civil, de esa libertad preciosa que consiste en la fiel observancia de las leyes. Muchas tenemos, y muy juiciosas, que precaven los abusos destructores del bien general: una sola nos falta, y (aunque ya está grabada en todos los corazones) nada valdrán sin ella las otras, ni ella misma subsistirá si V.M. no la promulga cuanto antes y la sostiene a todo trance. Hablo de aquel sublime principio que la política y la justicia proclaman a porfía. "Delante de la ley, todos somos iguales". cuando al grande le aguarda la misma pena que al chico, pocos serán injustos; pero si se ha de rescatar el castigo con el dinero, si las virtudes de los abuelos han de ser la salvaguardia de los delitos de sus nietos, entonces las leyes, frágil hechura de una tímida y venal parcialidad, se parecerán a las telas de araña, en que sólo se enredan los insectillos débiles y que rompen sin resistencia los más nocivos animales.
Pero, no basta que sean imparciales las leyes sino se aplican imparcialmente, ¿y qué imparcialidad puede haber en su aplicación a los casos que ocurran, esto es, en la administración d la justicia, si se envuelven los juicios en un impenetrable misterio, y si para cada reo se ha de erigir un tribunal o juez peculiar? Así es que, examinando el venenoso origen e tantas iniquidades, le hallaremos reducido a dos fuentes inagotables de impunidad, la tenebroso formación de los autos, y la multitud de juzgados.
La verdad ama la luz, y la unidad es la base del orden: que se popularice, que se simplifique la administración de justicia, y cuando de este modo no se eviten los crímenes, sabrá a lo menos el público quienes son verdaderamente criminales; y aun los que lo fueren, recibirán el alivio de no sufrir doblados castigos, teniendo que salir al suplicio de haber padecido años enteros de horrorosas prisiones. De lo contrario, cada ejecución será una alarma pública, cada absolución una sentina de sospechas y cada día que dure una causa, un hormiguero de quejas, odios y peligrosas inquietudes.
Para demostrarlo, no hay más que reducir a un plan la numerosa nomenclatura de desdichados que acaban de experimentar el consuelo de la visita. Porque los hallaremos como formados en dos grandes e igualmente lastimeras filas: los unos lamentándose en los calabozos de que, por lo mismo que todos desean juzgarlos, no hay quien les haga justicia; y los otros que ( a causa de la oscuridad y alevosía con que se pueden ejecutar las prisiones), cuando debían andar en palmas, estaban avasallados a los pies de los alguaciles y alcaides. ¿Qué ejemplo más concluyente que el del benemérito Padilla, que a no llevar casualmente en su cartera tan expresivas recomendaciones del general Copons habría perecido en la infamia y la desesperación de una mazmorra en premio de su patriotismo, de su valor y de sus servicios?
A cuyo propósito ruego a V.M. observe la conducta de este oficial, luego que se le puso en libertad, Convidósele a reclamar su derecho y querellase contra quien le hubiese ocasionado sus perjuicios y padecimientos; en una palabra, parecía ponérsele en las manos la compensación y el desagravio. ¿Pero qué hace Padilla? Lejos de tomarlo judicialmente, huye de este país de opresión y mirando con horror un suelo manchado por todas partes con las sangrientas huellas del despotismo, no se cree seguro hasta verse refugiado en Gibraltar. Conducta prudente y propia de un hombre desengañado, que sin duda diría: "Si no habiendo incomodado a nadie y llevando conmigo las credenciales de mi honradez me persiguieron así, ¿cuál será mi suerte cuando para acreditar mi justicia he de patentizar la iniquidad de mis jueces? ¡Ah! ¡ No irritemos a unos malvados que tienen en su mano la facultad de hacer infelices aun a los que no pueden volver criminales!"
Así . que ya ve V.M. que los medios comunes no bastan contra tantos desórdenes. Por lo cual, apoyo con todas mis fuerzas cuantos arbitrios extraordinarios han propuesto los señores preopinantes, y por mi parte pido a V. M. que ínterin la comisión encargada de la mejora de nuestra legislación criminal se ocupa de tan largo como útil trabajo, recomiende V.M. a otra comisión especial o a la justicia el arreglo de un más sencillo y auténtico método de enjuiciar, disminuyendo en todo lo posible la ruidosa multitud de fueros, y dando al seguimiento, sentencia y conclusión de las causas, suficiente publicidad. Si esperamos a la reforma completa de nuestros voluminosos código, la arbitrariedad hollará, entretanto, los más preciosos derechos. Y nosotros, ¿ qué haremos? ¿Seremos testigos indolentes de sus estragos; cerraremos los oídos a los clamores del pueblo; nos constituiremos cómplices de los tiranos, y aceleraremos la explosión de la monarquía, siempre consiguiente a los extremos del despotismo? Es cierto que los consejos se develarán por evitarlos; pero (como dijo muy bien el señor Luján) si la raíz está intacta bajo de tierra, ¿de qué sirve cortar las ramas, que luego han de retoñar más pomposas?
Insisto, pues, en que se nombre una omisión que, teniendo presente el dictamen que diere el consejo sobre las causas de infidencia, simplifique y mejore el método de enjuiciar, y desde ahora para entonces recomiendo a V.M. la bella máxima que acaba de proponer el señor Ric, y era uno de los pensamientos que se me ocurrieron desde el principio la discusión, a saber: que a nadie se ponga preso sin orden por escrito del respectivo juez, en donde se expresen los motivos de la prisión, bajo apercibimiento a los alcaides que si alguna vez se halla alguno en las cárceles de su cargo sin esta diligencia previa, serán tratados como reos de lesa nación, y sufrirán por lo menos los castigos y penas a que hubiere estado expuesto aquel preso. Esta ley no será más que una consecuencia de lo que V-M. tiene acordado en el reglamento el poder ejecutivo, donde V. M. previene que mirará como un atentado contra la libertad del ciudadano español, cualquier prisión arbitraria, y aun el que , a pretexto de detenido, se mantenga arrestado a un hombre más de cuarenta y ocho horas, sin entregarle a su juez para que le forme la causa.
Acaso parecerá pequeño y de poca influencia este remedio de precaución. La experiencia hará ver lo contrario; y mientras sus infalibles lecciones nos desengañan, quisiera que se me dijese si podrá nadie estar preso contra la volunta0d del carcelero, si éste admitirá en su causa un proceso vivo que ha de perderle. Y finalmente, si habrá quien se atreva a expresar bajo su firma motivos de arresto que no se puedan justificar ante el tribunal superior, que se los ha de exigir, so pena de verse expuesto a la indignación soberana de la inflexible representación nacional".
JOSÉ MEJÍA LEQUERICA
[1] José Mejía Lequerica (1777-1813), nació en Quito, Ecuador. Autodidacta con conocimientos filosóficos, históricos, jurídicos y políticos que incursionó en el periodismo revolucionario y en la cátedra universitaria. Poseedor de varios grados universitarios e importantes investigaciones botánicas y diputado en las cortes de Cádiz. En 1803 contrajo matrimonio con Manuela Santa Cruz y Espejo, hermana del precursor americano. Se destacó como un gran político liberal y americanista e insigne orador, conociéndosele en el Congreso con los nombres del «Mirabeau americano» y como el «rival del divino Argüelles». Su vida y su obra son conocidas precisamente por su relevante actuación como diputado en esas Cortes, donde es recordado como un gran orador. Al margen de esto, la actividad científica de Mejía Lequerica representa el inicio y el desarrollo de la botánica científica ecuatoriana, al ser considerado como el primer observador riguroso de la flora de este país que aplicó en su estudio teorías y métodos científicos modernos.
Colocado en España por las circunstancias sociales y políticas, peleó en las filas españolas contra José Bonaparte.
Como diputado en las Cortes de Cádiz defendió la libertad de expresión y la igualdad de representación de América y España; se pronunció contra la monarquía y sus poderes omnímodos; denunció los asesinatos cometidos en Quito; luchó por la supresión del vasallaje y de los señoríos; consiguió poner término a los tributos y repartimientos; la derogatoria de los diezmos y primicias; la cesación de los privilegios económicos para los conventos; obtuvo que se permitiera a los negros ingresar a las órdenes religiosas y obtener títulos académicos. En su célebre discurso en defensa de los indios atacó a la inquisición con pruebas irrefutables consiguiendo que no fuera restaurado este nefasto tribunal y sus criminales prácticas de torturas y penas infamantes.
Además, defendió el derecho de las colonias a un trato igual con la metrópoli en el comercio y en la aplicación de las Leyes de Indias y sostuvo que el poder del Rey emanaba del pueblo y que debía ser para el pueblo. Es célebre su frase: “desaparezcan de una vez esas odiosas expresiones de: pueblo bajo, plebe y canalla. Este pueblo bajo, esta plebe, esta canalla es la que libertará a España, si se liberta...”, en relación a la dominación francesa contra la cual luchó. Argumentó la necesidad de que la religión esté separada del Estado y de que cada quien profese el credo que a bien tuviere, y no por obligación de la iglesia. La educación debía desterrar el terror y la imposición para dar paso al desarrollo cabal de las mejores capacidades del educando.
Como periodista trabajó en la redacción en dos periódicos: LA ABEJA ESPAÑOLA, y en LA TRIPLE ALIANZA mediante comentarios y editoriales de avanzada y revolucionarios.
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