DISCURSO PRONUNCIADO EN LA CIUDAD DE PUEBLA
Francisco I. Madero
[14 de Julio de 1911]
Conciudadanos:
No puedo resolverme a dejar pasar esta oportunidad en que estoy tan cerca de vosotros, para dirigiros la palabra. Ya otras veces tuve la satisfacción de hacerlo, pero en momentos de prueba para la República, en los momentos supremos en que los que habíamos comprendido las angustias y los anhelos del pueblo, le hacíamos un llamado para que viniera a agruparse a nuestro derredor y nos alistáramos a defender la sacrosanta bandera de la libertad constitucional de nuestra patria.
En aquella época recorrí la mayor parte de la República con ese objeto y en todas partes el pueblo presuroso se acercaba a mí y con su entusiasmo me demostraba que estaba resuelto a luchar hasta vencer o morir.
Nuestros adversarios desconociendo la fuerza del pueblo y no dándose cuenta del alto patriotismo que nos animaba creían que esas frases eran frases de relumbrón, eran frases de retórica únicamente para adornar nuestros discursos; nunca se imaginaron, nunca oyeron, porque estaban sordos, porque estaban ciegos y nunca se dieron cuenta de que esas frases eran el grito de un pueblo oprimido que clamaba justicia contra sus opresores y clamaba libertad.
La lucha democrática empezó a tomar un aspecto verdaderamente importante cuando se reunió la Convención Liberal Antirreeleccionista y designó quiénes eran sus candidatos, quiénes eran los candidatos del Partido Antirreeleccionista que debían de oponerse a la candidatura del General Díaz, que se creía omnipotente, que se creía irresistible. En aquélla época se nos trataba de ilusos y se decía que era una aventura inaudita aceptar una candidatura para enfrentarse al que llamaban el grande hombre de aquel tiempo. Pero esa locura, señores, muchos mexicanos estaban dispuestos a cometerla, porque lo que se llamaba locura por nuestros enemigos se llamaba heroísmo por el pueblo, se llamaba abnegación por todos los mexicanos que comprendían que cualquiera que aceptase esa candidatura aceptaba la jefatura del partido del pueblo para luchar por la reivindicación de sus derechos. Y entonces, en aquella época, a mí me cupo la honra de ser designado por el pueblo para llevarlo a la lucha contra la dictadura. Acepté esa honra sin vacilar, porque yo sabía que contando con el pueblo sería bastante fuerte para vencer al dictador; pero esa locura de enfrentarse al dictador fue algo tan inesperado en México que por lo pronto fue recibida con sorpresa; se dudaba de que quienes habíamos aceptado, nos diéramos cuenta de la inmensa responsabilidad que recaía sobre nosotros.
Algunos, o la inmensa mayoría de la Nación, quizá se imaginaban que habíamos aceptado la candidatura por salir del paso, por cubrir el trámite, por salvar el honor del Partido Antirreeleccionista.
Por eso desde que vine a Puebla dije que la Convención me hizo el candidato del Partido Antirreeleccionista. Entonces la Nación dudaba todavía del triunfo, pero cuando vine aquí a Puebla, señores, ese grito poderoso que salió de todos vuestros pechos, conmovió a la República, le hizo comprender que el pueblo se daba perfectamente cuenta del papel que yo representaba y del papel que iba a representar él mismo, y vosotros, los poblanos, fuisteis los primeros que con vuestro vigoroso grito dijisteis a la Nación que teníais fe en mí; vosotros, con la clarividencia que da el sufrimiento, adivinasteis cuáles eran mis sentimientos; adivinasteis cuáles eran mis intenciones, comprendisteis que yo con vosotros, derrocaría al dictador y conquistaríamos nuestra libertad.
Los acontecimientos de Puebla en aquella vez cambiaron la faz de la campaña política. Antes de Puebla yo era el candidato del Partido Antirreeleccionista para la presidencia de la República; después de Puebla fui el candidato de todo el pueblo mexicano, de la Nación entera que me aclamaba, no como su candidato para la presidencia de la República, sino como el jefe nato del pueblo para reconquistar su libertad.
Y así como en la campaña democrática fue Puebla la que dio la nota más saliente, en la guerra, señores, cuando principió la lucha armada, cuando fue necesario repeler la fuerza con la fuerza y demostrar a nuestros opresores que el pueblo también sabía manejar las armas, que sabía defenderse, que sabía vencer, fue aquí en Puebla donde se encendió la primera chispa, fue aquí en la calle de Santa Clara en donde un grupo de patriotas, encabezados por el gran Serdán, dieron el primer golpe de muerte a la dictadura.
Esos trágicos acontecimientos de la calle de Santa Clara, que dieron pábulo a que se creyese que la revolución había abortado, vinieron a conmover profundamente a la República y la sangre derramada por estos héroes no fue en vano, porque hizo germinar en el suelo patrio muchos otros Aquiles Serdán que vinieron a vengar su muerte, que vinieron a dar a la patria libertad derramando con gusto su sangre generosa.
Aquiles Serdán es un hombre del cual no solamente Puebla se enorgullece, sino la Nación mexicana entera, porque es para la Nación una de las figuras más gloriosas de la guerra que acaba de pasar. Ojala y hubiese sobrevivido. Estaría con nosotros en estos momentos cantando el triunfo; la lucha hubiera sido más pronto, porque con un héroe del tamaño de Serdán en el sur, el movimiento hubiese estallado con más prontitud y vigor, hubiese tenido más importancia y más pronto hubiese caído el dictador bajo los golpes del pueblo mexicano.
Pero ahora que ya hemos conquistado nuestros derechos, que hemos conquistado nuestras caras libertades, que hemos derrocado esa dictadura que parecía eterna, que parecía omnipotente, ahora que el pueblo ha conquistado su soberanía, ahora se abre en nuestra patria una nueva senda para el pueblo; va a gobernarse por sí solo, va a marchar sin tropiezo alguno por la ancha vía del progreso dentro de la libertad y de la ley.
Quiero que se dé bien cuenta todo ciudadano de la inmensa responsabilidad que ha contraído con la patria. Si bien es cierto que ahora todos gozan del privilegio de ser libres, todos pueden manifestar sus opiniones, todos pueden dar amplia expansión a sus sentimientos generosos, también lo es que han contraído una gran responsabilidad, porque aparejados a esos sagrados derechos, derechos que han conquistado, existen sagrados deberes para con la patria, los deberes que tiene todo ciudadano para salvar a su patria en todas las esferas sociales, en todos los campos de la actividad humana.
Más de treinta años de dictadura han acostumbrado al pueblo a verse gobernado siempre por sus opresores y difícilmente se da cuenta ahora de que sus gobernantes no son ya sus opresores, de que sus gobernantes son sus mandatarios, de que son sus servidores y sus mejores y más fieles amigos.
El pueblo debe, pues, ver en sus gobernantes a sus servidores, y no esperar todo de ellos; todo debe esperarlo de sí mismo, y así como su libertad la ha conquistado únicamente él con su esfuerzo, así ahora para reconstruir a la patria, para encaminarla por el sendero del progreso todo debe esperarlo de sí mismo, de su esfuerzo propio, de su esfuerzo individual y colectivo.
No os quejéis vosotros a vuestros gobernantes, si los beneficios de la revolución no son inmediatos; no depende de vuestros gobernantes, depende de las circunstancias mismas porque atraviesa la República. Necesitamos un esfuerzo constante, continuo, de todos los ciudadanos para mejorar la situación del pueblo, para elevar al ciudadano, para mejorar la situación de las clases proletarias que tanto han sufrido bajo la pasada administración; pero como lo he dicho en otras oportunidades, la situación del obrero y de la clase proletaria no se mejorará con leyes ni decretos, sino con el esfuerzo constante de todos los ciudadanos; reprimiendo sus vicios, practicando el ahorro, que es la base de la riqueza, procurando desarrollar las virtudes del ciudadano, porque hombre virtuoso es hombre feliz, porque la felicidad radica dentro de nosotros mismos y no depende de las circunstancias que nos rodean.
No puedo dejar inadvertidos los dolorosos acontecimientos que se desarrollaron esta última noche aquí en Puebla. Aunque no se sabe, por lo menos yo ignoro, cuál sea la causa que los produjo, no ha habido ningún motivo fundado; ninguna persona, ningún ciudadano de ninguna categoría a que perteneciese, tenía derecho a perturbar el orden, porque las autoridades daban garantías a todos los ciudadanos, a todas las manifestaciones lícitas. Y no fue un movimiento contra el gobierno; fue un movimiento que no se sabe cuál fue su origen, ni cuál fue su objeto; pero es bueno que sepáis que el gobierno sabrá aplicar la ley y la aplicará con rigor, porque el gobierno, como el representante legítimo del pueblo, debe ser justo y debe ser fuerte para aplicar la ley, a fin de dar garantías a todos los ciudadanos, a fin de dar libertad para que se manifiesten todas las actividades sanas y a fin de que, marchando por el luminoso sendero que nos traza nuestra ley y nuestra Constitución, puedan encauzar debidamente todas las energías nacionales, y el pueblo mexicano llegue a la altura en que todos anhelamos verlo, y nuestra patria ocupe un puesto privilegiado entre las naciones más civilizadas del mundo.
FRANCISCO I. MADERO
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